Juanito Rulfo a lo lejos
Por Mempo Giardinelli
El aniversario de Pedro Páramo me resulta absolutamente conmovedor. Y no sólo por lo que significó y seguirá significando para todos nosotros esa novela fundacional, sino porque Juan Rulfo fue mi amigo. Maestro y amigo.
Lo conocí durante mi exilio en México y lo frecuenté hasta que murió en 1986. Nos encontramos casi todos los viernes durante cinco años, solos o con amigos comunes, y sostuvimos largas charlas en México y Buenos Aires.
Se dice que Juanito, como lo llamábamos, ya no escribía. No es verdad. Yo leí varios cuentos que tenía en borrador. Y también una versión de La cordillera, su novela frustrada. Pero si escribía, no publicaba. Por alguna íntima decisión que nunca me atreví a cuestionar, había decidido un silencio que no le agradaba ni hacía feliz, pero todos debíamos respetar y para mí, conjeturalmente, era un modo de su rebeldía.
Hoy creo entender su empecinado silencio, su devastadora autoexigencia. Juan tenía absoluta conciencia de la calidad de sus primeros textos. Sabía el valor y el significado de sus dos libros fundacionales: El llano en llamas y Pedro Páramo. Y no se permitía publicar nada que pudiera ser inferior; detestaba las mediocridades y fue implacable con la que él habrá supuesto que era la suya.
Tampoco era tímido. Era, por el contrario, osado, dicharachero, juguetón, mordaz y malhablado. Su ironía era capaz de despedazar aun a sus amigos, con quienes era tan exigente. Era apasionado, necio incluso. Fue el hombre menos influenciable que conocí en mi vida, y la química de sus afectos y desafectos era arbitraria como él mismo.
El que yo conocí fue un Rulfo en el ocaso de su vida, trajinado pero no vencido, necesitado de afectos pero absolutamente incapaz de pedirlos. Había que quererlo serenamente, comprendiéndolo en su orfandad afectiva antes que esperando que cumpliera roles sociales imposibles.
Juan creía, con Ezra Pound, que cuando todas las indicaciones superficiales hacen pensar que se debe describir un apocalipsis, es imposible –y vano– pretender la descripción de un Paraíso. Por eso en sus cuentos y en Pedro Páramo advertimos el combate silencioso de la extraña moralidad de sus personajes, siempre enfrentados a lo que los griegos llamaban “decisiones trágicas”. Es decir, aquellas cuya resolución feliz es imposible y en las que todos los resultados han de ser nefastos. Susana San Juan descree del cielo con la misma exactitud con que cree en el infierno, pero aspira al cielo. Las presencias fantasmales, los rencores vivos, los aires desgarradores que recorren Comala son expresiones de una ética desesperada. Creo que esa era la filosofía de Juan Rulfo.
No hay esperanzas en su obra, porque él mismo no era hombre de ilusiones. Tampoco práctico, más bien parecía resignado, siempre adolorido. La pena y el dolor eran, para él, una constante. Y ya se sabe que ética y dolor siempre se cruzan.
El día en que murió –el 8 de enero de 1986– yo me encontraba en México. Días antes lo había visitado en su casa de la Colonia Guadalupe Inn, donde tenía su lecho de enfermo en un cuarto despojado, cuya cama tenía un cabezal arqueado, alto y oscuro, en el que sólo parecían brillar las sábanas blancas. Había una mesa de luz a su derecha y sobre ella unos papeles con su letra menuda y un infaltable lápiz amarillo, de mina 2B, que eran los que prefería. Había estado escribiendo.Esa noche la Funeraria Gayosso estaba llena de gente. Escritores y amigos, y gente del pueblo, desfilaban ante el cajón. Ahí estaban Arreola con su gran capa negra entrevistado por la tele, y Tito Monterroso con Barbara Jacobs, y Edmundo Valadés con su esposa Adriana, y Elenita Poniatowska y tantos más. Era un desfile incesante de gente que lloraba con íntima congoja, con ese respeto reverencial que los mexicanos le tienen a la muerte. Cuando salí hacía frío, y quizá llovía. Lo que es seguro es que soplaba un viento hablador que parecía venir de los Altos de Jalisco. Pensé, y pienso ahora, que todos éramos –y quizá seguimos siendo– y para siempre, irremediable y completamente rulfianos.