Domingo, 19 de febrero de 2006 | Hoy
Al calor de la película, se acaba de publicar en Argentina el libro con la historia original de Brokeback Mountain.
Por Claudio Zeiger
El punto de partida de Brokeback Mountain. Secreto en la montaña (Close range: Wyoming stories en el original) fue, según confiesa la autora en los agradecimientos del libro, escribir una colección de relatos situada en Wyoming. Cuentos de una tierra signada por el trabajo duro, el paisaje de altas montañas del oeste americano, sus pueblos y sus distancias, la vida rural y la cultura ganadera, unos valores fuertemente arraigados en el terruño, conservadurismo campesino, desconfianza ante lo foráneo, brutalidad ante lo raro. Es una colección de relatos a la que cabe aplicar el mote de “literatura regional” en el más estricto sentido. Son historias que tienen su razón de ser en la región, dentro de sus límites. Este es ni más ni menos el contexto del cuento que inspiró la película de Ang Lee, contexto que la película respeta a rajatabla como en general ha respetado el cuento, agregándole de suyo lúcidas y precisas pinceladas costumbristas, atisbos de desahogos humorísticos, amargos subrayados sobre el angustiante tema de cómo el tiempo está en contra de las personas y sus mejores intenciones.
Brokeback Mountain es la historia de una singularidad dentro de una particularidad: es la historia de amor entre dos varones a lo largo de unos veinte años desde 1963. Y es la historia de dos hombres que no pueden escapar de la tierra. Llevan el campo adentro, como un ancla. Esa zona determinante es lo particular, lo que no se puede extirpar ni trasladar a otras situaciones: lo intransferible.
Cuando se conocen, Ennis y Jack se sienten felices y sorprendidos de encontrar en el otro “un compañero inesperado” con quien intercambiar anécdotas de la infancia, y si bien es loable la intención de atacar el punto de vista romántico por el cual serían dos seres fatalmente destinados uno al otro, la dinámica del relato termina por redondear la sospecha de que las cosas no son tan inesperadas. Pero habitan una tierra salvaje, que en otro de los relatos del libro (“Quienes viven en el infierno se conforman con un trago de agua”) se define así: “Tierra peligrosa e indiferente: sobre su estable mole las tragedias de la gente no cuentan para nada, aunque las señales del infortunio están bien a la vista”. En este cuento hay un muchacho que sufre un accidente lejos del hogar (cometió la osadía de querer conocer el mar) y se vuelve loco o tonto, es decir, es un anormal. Y sale a cabalgar y les muestra el trasero a las chicas, o se masturba delante de ellas. Y para que no vuelva a hacerlo, unos vaqueros lo capan. Esta historia ha sucedido hace mucho en Wyoming, y hacia el final, no sin ironía, se afirma: “Estamos en un nuevo milenio y ya no suceden atrocidades de este estilo. Quien así lo crea, es que da crédito a cualquier cosa”.
En Brokeback Mountain, Ennis recuerda a un hombre machacado con la palanca de un auto; ese hombre vivía con otro hombre, y esa imagen infantil del cuerpo arrastrado y mancillado en sus genitales es lo que probablemente le impide imaginar siquiera una vida compartida con Jack.
El mundo que se describe en estos relatos es tan rústico como intrincado. El de Brokeback Mountain es, además, particularmente seco. Como si la autora hubiese tomado deliberadamente la postura de quien analiza los datos arrojados por una autopsia. La descripción de los acontecimientos es de tal nitidez que dos por tres saltan a los ojos, brillantes, los coágulos de sentido: la primera mirada; la escena de iniciación sexual; cómo Ennis ve a Jack como un puntito que se mueve por los prados lejanos como un insecto, mientras Jack ve a Ennis como una hoguera en la noche; las camisas colgadas juntas en un ropero (¿el closet?), una dentro de la otra. Así, con extremo cuidado y contención, escribió Annie Proulx esta historia singular dentro de las Wyoming stories. Pero eso no la lleva a ser muy condescendiente con sus criaturas. Los muestra en su sencillez pero no los cree inocentes. Los dos saben en qué están metidos y, a decir verdad, sus intereses no son parejos. Hay algo de cálculo en Ennis, y hay algo de picardía en Jack. Nada se idealiza en este cuento, ni lo que sienten estos hombres ni lo que les pasa a las mujeres, que tampoco son mostradas aquí como víctimas aunque sí un poco resentidas.
¿De qué trata finalmente Brokeback Mountain? Hay al menos dos respuestas a esto; una es que trata aproximadamente de lo mismo que los otros relatos: de cómo la dura geografía determina la vida de los hombres en una economía de supervivencia y en una cultura ganadera (y donde los hombres se comportan como animales, además de montarlos, arrearlos y matarlos). Sin dudas, de eso trata. A tal punto que ninguno de sus personajes tiene que dejar de ser ni por un instante un vaquero rudo y bestial para adquirir los destellos imperceptibles de una nueva identidad (después de un encuentro sexual, describe Proulx: “la habitación apestaba a semen, humo, sudor y whisky”). Pero el leve punto de fuga –levísimo–, una delgada línea entre lo que se sabe y lo que se trata de creer, está en esa escena que presumiblemente se repite dos veces: un palazo en la cabeza del invertido. Ese palazo tan fatal como preventivo no es el que impide que los vaqueros “asuman su identidad”; ese palazo les impide siquiera llevar una decente doble vida.
Sería un exabrupto pedirle a la historia más de lo que su particularismo regionalista puede ofrecer; aun así no es un cuento inocente que disuelva su aspereza en la coartada del “amor universal”. Hay algo extraliterario de lo que también se trata aquí y es de los crímenes por odio, del odio al diferente, de homofobia e injuria. Vale citar unas palabras de Didier Eribon que nos devuelven al duro suelo de esta tierra. En Reflexiones sobre la cuestión gay (donde, dicho sea de paso, reflexionó sobre uno de los pasos soñados y no concretados en Brokeback Mountain, el de irse del campo a la ciudad, quizá la única salida realista al conflicto de Ennis & Jack), escribió en 1998:
“Mientras termino este libro, leo en los diarios que un joven gay ha sido asesinado en una pequeña ciudad del estado de Wyoming. Fue torturado por sus dos agresores y abandonado, moribundo, colgado de una valla de alambre de espino. Tenía 22 años. Se llamaba Matthew Shepard. ¿Cómo no pensar en él cuando me dispongo a publicar este libro? ¿Cómo no pedir al lector que no olvide nunca, al leerlo, que no sólo están en juego problemas teóricos?”
Y es de la misma forma que en Brokeback Mountain, sin dejar de pisar nunca el terreno de la literatura, de golpe hay en juego otras cuestiones, políticas, vitales. Porque parece que hay cosas que ya no suceden y quien así lo crea, es que da crédito a cualquier cosa. ¿No?
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