Domingo, 20 de agosto de 2006 | Hoy
Por Héctor Tizon
La última de sus visitas había ocurrido quizá cuatro años atrás. Aunque para alguien como él, que había pasado largos años encerrado, el tiempo era distinto –pesado, lento, denso y distinto–, aun así recién ahora –que en verdad lo pensaba– sentía que había transcurrido, desde entonces, mucho más que la mera suma de meses y de años. En aquel momento le había vuelto a decir –lo quiso decir por última vez– que no volviera más; que nada valía la pena, que él ya era otro y que ella también era y sería distinta a medida que el tiempo pasaba.
Estaban esa mañana de un domingo sentados frente a frente, aunque separados por la tela metálica y la discretamente alerta mirada de los guardianes. Las pocas palabras que ambos se dijeron fueron en voz baja, en un tono que pretendía ser objetivo y natural, pero cohibido por un sentimiento que tal vez simulaba o disfrazaba de indiferencia y quedaba en algo semejante al vacío. En esa última visita había otras gentes, no lejos, en la misma situación, que también hablaban con voz aplacada, aunque de vez en cuando reían. Hacía calor, lo recordaba porque volvía a escuchar el seco, amortiguado, suave golpe de las aspas de los grandes ventiladores que pendían del techo de aquella sala de recibo en el penal. Luego sonó un timbre y él se levantó. “Es el primero”, dijo ella. Y él dijo que sí, que era el primero –faltaban dos más–, pero que era mejor así y que era inútil esperar los otros dos. Ya estaba de pie cuando lo dijo. Ahora recordaba la clara mirada de sus ojos, velados por la desdicha.
Ella después escribió tres o cuatro cartas, que le entregaron abiertas, como siempre, y que sin leerlas rompió y echó a la basura.
Después, empleando varios sistemas impuestos por la voluntad y la disciplina, la expulsó de sus recuerdos. Y, cuando al cabo de un largo y esforzado tiempo, cuando ya estaba seguro de no tener nada ni a nadie, tuvo un sueño, y en el sueño la volvió a ver, casi simultáneamente le notificaron que había sido indultado por el gobernador. En el sueño estaba ella como la había conocido, su imagen, la mirada de sus ojos, su indumentaria y su voz que le hablaba sin que sus labios se movieran, como ocurre en los sueños: y ya no pudo apartarla de sí durante los días y las noches, hasta que el pesado portal del cautiverio se abrió y él estuvo luego de todos aquellos años en la calle. Era la víspera de Navidad.
A bordo del ómnibus que lo llevaba al centro de la ciudad, iba redescubriendo el paisaje, que era el de siempre; los edificios, algunos iguales a sí mismos y los automóviles tan distintos, veloces y asombrosamente numerosos en comparación con los que hacía mucho tiempo había dejado de ver. El sol se ponía. Nadie puede atrapar la temblorosa belleza de un atardecer, pensó. Por la radio se escuchaban villancicos una y otra vez.
Era ya de noche cuando cobró el valor necesario y comenzó a caminar hacia la casa, en cuyo frente un arbolito lucía adornos de luces encendidas; aquella misma casa adonde, casi al mismo tiempo llegaba otro, que no era él, y con quien ella, que seguramente ya esperaba en la puerta, estuvo largo momento abrazada, como si extrañamente hubiese presentido alguna sombra ajena.
Después, definitivamente, los arbustos de enfrente lo ocultaron.
Texto extraído de Cuentos completos (Alfaguara, 2006).
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