Domingo, 3 de junio de 2007 | Hoy
Por Juana Bignozzi
Yo tuve dos veranos sombríos en mi vida: el de los trece a los catorce años y el de los dieciocho a los diecinueve. Dos momentos en que el cambio era tan brutal, final de la escuela primaria, final del secundario en que aún no había descubierto, en el primero la colección Tor, y en el segundo la posibilidad de la ciudad a solas. En ese diciembre-enero de 1950, cuando ya había leído mucho de lo que estaba en casa sin entender, en la casa de mi abuela materna (no era posible que estuviera en la mía) encontré La que no perdonó de Hugo Wast. Resultado. Me quedé en cama una noche, un día, otra noche y otro día muerta de dolor que ya no recuerdo por qué. Ahora después de 56 años voy a volver a leerla. No hay que leerla. La que no perdonó sólo anunciaba soledad (lo más temido por mí hasta el día de hoy) y dolor. Fue la única vez que mi padre ejerció una censura y dijo ¿qué lee esta chica? Qué castigo esperaba esa chica por no perdonar ¿qué?, ¿a quién?, bajo la parra de Saavedra. Sólo esa vez, nunca más, con mi cuerpo y mi fiebre, sentí la soledad y el peligro de los libros.
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