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Domingo, 3 de junio de 2007

Vidas en mínimo

 Por Maria Sonia Cristoff

Un amigo me pidió que le cuidara la casa en la que entonces solía pasar más tiempo, muy cerca de Ibicuy. Mi amigo se iba a pasar un mes a Italia: había decidido que no era que se estaba muriendo, sino que le quedaba poco tiempo para hacer exclusivamente lo que quería. Allá fui, a pesar de mi aversión a las zonas pantanosas, porque yo sí sabía que se estaba muriendo. La primera noche calenté una comidita deliciosa que me había dejado preparada especialmente y me repantigué en el sillón que estaba en un salón inmenso, caótico, lleno de objetos, de cuadros de algunos de los primeros modernos argentinos y, sobre todo, de libros. La biblioteca era inmensa: mi amigo acumulaba la suya, la de su madre y la de su abuelo. Era un festín para mí –siempre lo había sido, desde que nos conocimos en la facultad– agarrar cualquier libro, deducir a cuál de los tres había pertenecido originalmente y, a partir de esas elecciones y de las notas que los tres solían escribir en los márgenes, imaginar los tipos de vínculo que esas lecturas habían ido conformando. Esa noche, habrá sido hace unos tres años, me levanté del sillón para sumergirme en una de esas pesquisas cuando vi que, sobre la mesa, había una pila de libros y fotocopias que tenían toda la apariencia de ser las más consultadas de los últimos días. Cactáceas: sobre eso trataban. Desde lo que había escrito Spegazzini acerca de las autóctonas hasta coffee-table books llenos de fotos, evidentemente traídos de afuera. Abrí uno de estos últimos con suspicacia, pensando que mi amigo no se estaba juntando con las personas adecuadas, y reconocí inmediatamente su letra, estirada como una langosta, en las anotaciones al margen. Extraño: de todas las cosas a las que él era indiferente, las plantas estaban en primer lugar. Me puse a leer y vi que las anotaciones –que recordaban cuestiones prácticas como frecuencia de riego, tipo de suelos más proclives– iban tomando, con el avance de las páginas, un carácter autobiográfico. Definitivo. Por momentos, incluso, se olvidaba de las plantas. Luego volvía: mi amigo había estudiado escrupulosamente cómo hacer para que las diferentes especies que tenía en su casa sobrevivieran un mes íntegro sin que nadie interviniera. Su identificación con estas plantas asociadas a la supervivencia en condiciones más que difíciles es un poco burda, puede argüirse, pero también es un poco burdo saber, un día, que morir es una posibilidad mucho más próxima de lo que creíamos. Mi amigo, de hecho, murió en aquel viaje: el cálculo no le salió tan bien en su caso. Cuando dejé su casa, me traje conmigo esa pila y algunas de las cactáceas. Siempre envidié a las personas religiosas, capaces de encontrar consuelo en un solo libro, en vez de buscarlo, como yo, en una serie infinita. Esos materiales sobre cactáceas –intactos tal como los seleccionó mi amigo, sin ningún agregado– se han convertido en mi libro sagrado y han mejorado infinitamente mi relación con la literatura: desde entonces, busco en ella varias cosas, salvo consuelo.

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