Domingo, 3 de febrero de 2008 | Hoy
En París, Manuel Mujica Lainez se consuela de lo asqueroso del café (“C’est la guerre y hay que adaptarse a ella”) relojeando en la mesa de enfrente a Marlene Dietrich, “para quien no pasan los años”. Medio siglo antes, también en París, Rubén Darío entra una noche al Café D’Harcourt y, entre el ir y venir de los camareros, reconoce de pronto la cara de Verlaine. Sin poder evitar acercarse al admirado poeta, no atina entonces más que a balbucear torpemente, delante de sus narices, una frase en la que resuena la palabra gloire. A lo que Verlaine, que como todas las noches ha bebido demasiado, le replica gritándole: “La gloire! La gloire! Merde, merde encore!”. Por supuesto, ni esa noche ni las noches sucesivas Darío se atreverá a hablarle otra vez.
En París, en 1900, en un segundo viaje con motivo de la Exposición Universal, el autor de Azul es confirmado en su papel de corresponsal estrella del diario La Nación. Para ese tiempo, la serie de crónicas que José Martí había escrito en Nueva York, y en las que se refleja el proceso de modernización del país del Norte, ya han abierto una línea novedosa en el diario, rica en innovaciones estilísticas y técnicas que pasarán a formar parte, junto a lo hecho por Rubén Darío, de los anales de la literatura y del periodismo en español.
Con esa menuda tradición se topó Mujica Lainez cuando inició su labor de cronista trotamundos. Una tradición en la que también figuraban, entre otros nombres, los de Amado Nervo, Enrique Gómez Carrillo y Paul Groussac, quien en 1893 inició sus crónicas de viaje que luego publicaría en su libro Del Plata al Niágara, así como el de Roberto Payró, quien se desempeñó como corresponsal del diario en la Bélgica ocupada por los alemanes durante la Primera Guerra Mundial.
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