Al lector desconocido
En 1981 el Centro Editor de América Latina publicó su voluminosa Encuesta a la literatura argentina. Bajo la dirección de Susana Zanetti, allí se reunieron las respuestas dadas por escritores argentinos a un cuestionario sobre el duro oficio de escribir. Estas son las respuestas que dio Bernardo Kordon.
¿Cómo comenzó a escribir? ¿Cómo se publicó su primer libro? ¿Cómo recuerda usted hoy ese período?
–Recuerdo ese tiempo en que se produjo al paso del niño analfabeto al niño escriba. Entre lechosa neblina surge la imagen de cuando escribía sobre un prolijo cuaderno de tapa dura, con la angustia de no mancharlo con tinta: la dulce maestrita pegaba sorpresivamente con mano dura. Con mayor precisión, aunque igualmente entre neblinas prehistóricas, surgen otras geografías de mi lejanísima infancia: el tranvía 31 recorría la empedrada Avenida Santa Fe en ambas direcciones, y los dinosaurios y algunas ovejitas pastaban apaciblemente en los inolvidables campitos cubiertos de margaritas a un par de cuadras de la estación Ramos Mejía. De los altos de la casa de mi abuelo Isaac Piterbarg yo veía pasar los largos cargueros del Ferrocarril Oeste. Mi madre me contó que de pronto yo anunciaba muy excitado: “Pasó una mácara sola”. Eso me enloquecía: la máquina sola, deslizándose como en un sueño, sin el esfuerzo de arrastrar vagones. Esa locomotora con su penacho de humo excitaba mi imaginación, pensando en viajes y aventuras. Entonces no quería ser escritor, sino maquinista. Me identificaba con esa mácara sola, era un pequeño individuo que soñaba con mi autonomía. Me enseñaron a escribir y leer y comencé mi ejercicio de escritor en esos dictados que constituían la única materia que me valió el aprecio de mi maestra –la de la mano dura. Después comencé a colaborar en Sintonía, puesto que de muchacho me obsesionó el tango y esas cosas. Historié la Guardia Vieja, entrevisté a gloriosos creadores en los fondos de conventillos populosos, o en algunas casitas de barrio. Me premiaron algunas colaboraciones, cobré mis primeros pesos –la guita dulce (aunque escasa)– de la escritura. En cambio pagué al contado mi primer libro, La vuelta de Rocha, relatos porteños, gracias al regalo de doscientos pesos que me ofreció mi madre. Recuerdo una crítica laudatoria que me propinó Crítica en su última y muy leída página. No se me ocurrió arrimarme al diario, solamente mucho tiempo después supe que la había escrito el poeta González Carbalho. Recuerdo también que apenas aparecido el libro tomé un ejemplar y lo abandoné en un tranvía Lacroze, al azar del lector desconocido, que imaginé proletario y rebelde, lo que me induce a pensar que ya no escribía para mí sino para el otro. Ese período lo recuerdo con justificada nostalgia. No solo por mi perdida juventud, sino por esos tiempos, cuando por doscientos pesos se podía editar un libro, con ilustraciones fuera de texto (de un tal Todesco). Con la misma cantidad, e igualmente obsequiada por mi madre, hice mi primer viaje a Brasil (cuarenta pesos pagué el pasaje en tercera a Río de Janeiro).
¿Cuál fue el clima intelectual de su casa y su infancia? ¿Se apoyó o se desalentó su inclinación literaria? Escuela, educación formal e informal en la adolescencia, los grupos y las amistades literarias; autores decisivos en su formación literaria ¿Recuerda algo que pudiera denominarse “episodio de iniciación literaria”?
–El clima intelectual de casa era positivo, sin ser excesivamente halagüeño: lo suficiente para tolerar mi vocación, sin correr el riesgo mortal de engrupirme por desarrollar tales actividades literatosas. Que escribiera o no, no preocupaba mayormente a mi familia, ni a mis maestros, ni a los amigos, menos al barrio, la ciudad, o el país. Era, y sigue siendo algo rigurosamente personal y nada más. No creo, por otra parte, que cualquier aliento u oposición hubiera influido en mi vocación. A excepción, claro, de los escritores que conocí, que siempre me alentaron: desde Elías Castelnuovo y Alvaro Yunque de mis primeros tiempos, hasta llegar a José María Monner Sans, Miguel Angel Asturias y Pablo Neruda, que me brindaron su amistad. Recuerdo al chileno Emilio Kartulovick, periodista y automovilista. Después de publicarme algunas colaboraciones espontáneas, me llamó para ofrecerme las páginas de su revista, Sintonía, entonces muy popular en todo el continente, por lo que pude investigar y publicar la historia de la Guardia Vieja del tango, y en Brasil vincularmecon los creadores de sambas, e incursionar en los candomblés bahianos. Otro ejemplo recordable es el de Pablo Neruda: en una de sus acostumbradas visitas a Buenos Aires recomendó mi libro Vagabundo en Tombuctú a su editor Gonzalo Losada para reeditarlo, y después envió un prólogo donde aclara que lo escribe “sin que nadie me lo pida”. Gesto por cierto no tan extraño en todo gran escritor y que realmente valoriza a los literatos y a la literatura. En mi modesta proporción mantengo la tradición.
¿Cómo trabaja? ¿Hace planes, esquemas? ¿Lee a otros autores en los períodos en que está trabajando en una obra propia? ¿Cuánto y cómo corrige? ¿Lee alguien sus textos antes de que ingresen en el proceso de publicación? ¿Escribe de manera regular o por épocas?
–No tengo planes para escribir. Y menos para leer. Desde el vamos y hasta hoy día me entrego a una lectura absolutamente desordenada, con dos o tres libros leídos simultáneamente, escriba o no algo propio. Y solamente yo reviso lo que escribo. (La única salvedad es mi mujer, que me resulta sumamente útil por sus conocimientos y pruritos gramaticales –fue profesora de profesión).
Este confesado desorden de la lectura admite un solo principio: mi negación a continuar cualquier texto que me aburra. Por tal motivo dejé de leer muchos libros considerados imprescindibles. Por ejemplo aseguro que sólo conozco Cincuenta años de soledad, porque por razones fortuitas sólo alcancé a leer la mitad del famoso libro de García Márquez. En compensación simétrica trato a mi vez de no aburrir al lector.
Considero que el desorden de la lectura corresponde a la naturaleza misma del aprovechamiento literario. En general he leído del mismo modo que me alimento: lo hago por necesidad, sin duda, pero orientado por mi gusto, dejando que mi organismo clasifique y elabore el caudal (desordenado) que ingiero. Del mismo modo que mi organismo selecciona y elabora las materias que yo engullo –proteínas, grasas, etc.– sin otra orientación que la que impone mi gusto, del mismo modo mi espíritu ordena y contabiliza los elementos que afluyen en mis desordenadas lecturas. De tal forma rechazo que un dietista me imponga los componentes de un banquete, tampoco acepto que algún crítico (de algún modo un censor) oriente mis lecturas y menos que las codifique de acuerdo a su criterio personal.
Se dice que todo escritor tiene sus temas, constantes que definen su obra, ¿cómo definiría usted los suyos?
–Tantas veces la crítica, sin contar algunos escritores, se ha referido a mi modesta obra, que prefiero no arriesgar ninguna opinión sobre la misma, por considerarla innecesaria a esta altura del partido. De ningún modo soy yo quien puede definir mi obra. No puedo, ni debo.
¿Cuál sería, a su juicio, el lector ideal de su obra?
–Creo que sería un abusivo ejercicio la pretensión y la masturbación de pergeñar la figura de un lector ideal de mi obra. Me conformo con pensar en un solo lector, a secas, y nada más. En tal sentido: ¡chas gracias! Pues gracias a él y a mi texto, existo como escritor. Los tres valemos algo, uno solo nada de nada. Por eso nadie escribe para uno mismo, y se explica aquel libro que abandonó en un tranvía Lacroze, en busca del otro.
¿Con qué interés lee lo que la crítica dice sobre sus obras? ¿Cuáles son sus modalidades críticas a las que usted escucha con mayor interés? ¿Cuáles son los medios que las difunden? ¿Qué relación se establece (si es que establece alguna) entre consagración crítica, éxito de público y calidad literaria?
–Leo con bastante curiosidad lo que se dice sobre mis escritos. Me interesa en especial la que se expresa con la palabra escrita, pues a la crítica verbal, radiotelefónica y televisada se las lleva el viento. Reconozco mi mayor aceptación a la crítica halagüeña, y en tal caso inclusive tolero el ditirambo, si bien nunca practiqué el autobombo tan común entre nosotros, no tanto por ética como por vergüenza ¡ese porteño horror al ridículo! Por otra parte no establezco ninguna relación entreconsagración crítica, éxito de público y calidad literaria ¡Vamos muchachos! ¿En qué país vivimos como para arriesgar tales palabrejas asociadas con tal desparpajo?
¿En relación con qué autores argentinos o extranjeros piensa usted su propia obra?
–Rechazo el menor esfuerzo, ni ebrio ni dormido, en relacionar mi obra con cualquier otro escritor nacional o extranjero. No es tanto por modestia, sino por el convencimiento de que el trabajo literario es puramente individual, y en consecuencia toda comparación implica un riesgo en desacuerdo con la ganancia –no siempre aceptada– de equipararse a cualquier modelo. Como admirador no escondo mis preferencias algo fanáticas por el brasileño Graciliano Ramos, el mexicano Juan Rulfo y el chileno-argentino Manuel Rojas. Y no es que hayan escrito mucho, sino por todo lo contrario: agotaron la posibilidad de lo conciso y humano.
¿Cuáles son las cualidades más importantes de un escritor? ¿Cuáles son los escritores argentinos o extranjeros que, en su opinión, responden a este modelo?
–La autenticidad, para señalar la carencia más notable entre nos.
¿Vive usted de la literatura? ¿Qué otras actividades realiza o ha realizado?
–No, por la sencilla razón de la inexistencia de la creación literaria como una forma de vida entre nosotros. A veces lo es, por insistencias y acumulación de libros exitosos y de años de trabajo, como los casos de Borges y Sábato. Basta recordar que nuestro más grande escritor, sin duda alguna Borges, vivió la mayor parte de su vida como bibliotecario, e inclusive tuvo que oficiar de inspector de gallinas en una feria municipal. Me niego, por otra parte, a detallar las profesiones que tuve, algo que solamente puede interesar a un encuestador universitario yanqui o, entre nosotros, a un inspector de réditos.