Domingo, 29 de marzo de 2009 | Hoy
Por Mariana Enriquez
Siguiendo su propia máxima “vivir y dejar obra”, Andrés Caicedo se suicidó, a los 25 años, el día que recibió el primer ejemplar impreso de esta novela, un 4 de marzo de 1977. Es la historia, narrada en primera persona, de María del Carmen Huerta, una chica de la alta burguesía del norte de Cali que un día sale a una fiesta sin fin que la arrastrará desde los Rolling Stones y el rock hasta la salsa del pueblo y del barrio sur, llevada por la constante rumba. Con ritmo vertiginoso y un estilo agobiante —la transpiración, los oídos aturdidos de música—, es una novela pionera en el uso del lenguaje urbano y de la jerga caleña; tiene momentos de intenso delirio que pueden incluir desde un ídolo rumbero gay hasta el asesinato de gringos que vienen a Colombia en busca de hongos alucinógenos. Hacia el final, Caicedo parece tomar la voz de María del Carmen: sentencia “nadie quiere a los niños envejecidos” y proclama “no accedas al arrepentimiento, ni a la envidia, ni al arribismo social. Es preferible bajar, desclasarse”. La edición argentina tiene prólogo de Fabián Casas.
La edición local de esta colección de cuentos cuenta con el prólogo de otra recopilación, publicada en 1984 —Destinitos fatales—, también realizada por sus amigos Sandro Romero Rey y Luis Ospina (co-fundador del Cine-Club Cali y director de Unos buenos pocos amigos, documental sobre Caicedo). Se trata de cuentos que tienen a la ciudad como escenario y a veces como protagonista (“Odio a Cali, una ciudad que espera, pero no les abre las puertas a los desesperados”, escribe en “Infección”). Pero también están sus obsesiones: la mujeres comehombres, algo vampiras (“Los dientes de Caperucita”, 1969), la ambigüedad sexual (“Besacalles”, sobre una travesti caleña), la cinefilia (“El espectador”). Calicalabozo es el título que Caicedo siempre quiso para su primera colección de relatos cortos, aseguran sus amigos y encargados del rescate de la obra póstuma, conservada en un baúl.
Tres relatos que Caicedo llevó al cine en un cortometraje (Angelita y Miguel Angel, 1972) sobre dos adolescentes enamorados y muy ricos: ella, la hija del Rey del Ají, un hacendado infeliz y millonario; él, un heredero que convive con su madre loca, ambos alumnos de colegios de curas y monjas exclusivos (el San Juan Berchmans, siempre presente en la obra de Caicedo, y el Sagrado Corazón). Angelita y Miguel Angel viven aislados, entre criadas, con policía en la propia casa, custodiados a cada instante, rodeados del riesgo que acarrea la condición de privilegio en una ciudad de contrastes brutales como Cali (“ya la policía no era un lujo sino una necesidad, como los automóviles”). La tragedia sobreviene cuando buscan la libertad marchando hacia el barrio Sudeste con cierto paternalismo de clase que no pueden evitar —en “El tiempo de la ciénaga”—. La edición local tiene un prólogo excelente del profesor de la Universidad del Valle, Carlos Patiño Millán, que contextualiza la excepcionalidad de Cali y su historia de violencia, además de ubicar históricamente a la generación de Caicedo.
Después del suicidio de su hijo, la madre de Andrés Caicedo recogió cuanto papel y pertenencia encontró, y metió todo en un baúl que cerró con candado. Años más tarde, primero el padre de Caicedo, luego los amigos y las hermanas, se encargaron de abrirlo, y de clasificar e investigar ese material. Sin embargo, hubo unos textos, los diarios de Andrés, que no estaban en el baúl: su hermana María Victoria se los guardó durante treinta años, para que sus padres no los leyeran. En 2006, María Victoria se reunió con la editora María Elvira Bonilla y juntas seleccionaron los fragmentos del diario incluidos en este libro, a los que se suman dos cartas, una de ellas escrita para Patricia, la última novia de Andrés, que estaba en la mesa del suicida el día de su muerte. De ese material, además de fotos familiares y de instantáneas tomadas por amigos, está hecho El cuento de mi vida.
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