Dom 14.06.2009
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UN FRAGMENTO DE LA BIOGRAFíA > GRAMSCI CONOCE AL AMOR DE SU VIDA

El cerebro y el corazón roto

› Por Giuseppe Fiori

Llegó a Moscú con una fuerte depresión. Estaba enfermo. Pagaba la tensión polémica de los últimos tiempos, las amarguras y las incomprensiones y, además, unas fatigas que no podía soportar sin grave detrimento un hombre como él, que al cuerpo desgraciado unía la desnutrición y los choques psicológicos sufridos de pequeño. Sus compañeros de trabajo se dieron cuenta pronto de sus pésimas condiciones de salud y a principios de verano, Grigori Zinoviev, que presidía entonces la Internacional, quiso que fuese a recuperarse en el sanatorio del Serebriani Bor (el “bosque de plata”), en la periferia de Moscú. Tenía tics nerviosos, altibajos “casi feroces”, convulsiones. “Algunas personas muy amables, que venían a hacerme compañía –contará–, me dijeron más tarde que habían tenido miedo, sabiendo que era sardo, ¡de que intentase degollar a alguien!” Entre estas personas “muy amables” había una enferma, Eugenia Schucht, algo mayor que él, que hablaba perfectamente el italiano. Una forma grave de agotamiento psicofísico le impedía andar, y gracias a la posibilidad de comunicación inmediata por su conocimiento del italiano y de Italia se hicieron amigos. Al poco tiempo, Antonio sabía ya muchas cosas de Eugenia y de su larga estancia con la familia en Italia, en Roma.

Había nacido en Siberia, durante la deportación del padre, Apolo Schucht, antizarista de origen escandinavo. Era la tercera hija. Antes que ella habían nacido Nadina y Tatiana. Hacia 1890, la familia se trasladó a Francia, a Montpellier concretamente, y después a Ginebra. En la emigración nacieron Ana, en 1896, Julia y finalmente Víctor, el único varón. A principios de siglo la familia se instaló en Roma. Apolo Schucht, hombre rico, versado en el estudio de la literatura francesa y con una buena cultura musical, era de familia de militares y tenía un patrimonio que le permitía vivir tranquilamente sin penurias. Todas las hijas estudiaban: Nadina hizo dos licenciaturas y regresó a Rusia, a Tiflis, para casarse; Tatiana siguió los cursos de ciencias naturales de la Universidad de Roma; Eugenia fue al Instituto de Bellas Artes de la calle Ripetta; Ana y Julia, ambas con vocación musical, eran alumnas del curso de violín del Liceo Musical, anexo a la Academia de Santa Cecilia. Pasaron en Roma los años de la adolescencia y de la primera juventud. Habitaban en la calle Montserrato y después en la calle Buonconsiglio, cerca del Coliseo. Finalmente se trasladaron a la calle Adda. Apolo no trabajaba, con excepción de una época en que dio clases de ruso a los oficiales en el Ministerio de la Guerra. En el otoño de 1913 la familia comenzó a dispersarse. Las primeras que dejaron Italia fueron Eugenia y Ana. Se trasladaron a Varsovia: Eugenia enseñaba en una escuela israelita y Ana se casó el 13 de mayo de 1915 con Teodoro Zabel. Pocos meses después, Julia, que había terminado los estudios de violín, dejó Italia seguida al cabo de poco tiempo por su madre. Apolo y el hijo Víctor se trasladaron a Suiza. El 29 de septiembre de 1915 Apolo escribió a Leonilde Perilli, una amiga romana de las hijas: “He recibido carta de Moscú: Genia tiene trabajo, Julia todavía no. Ana irá a vivir con la madre de su marido en un pueblo cerca de Moscú”. A principios de 1916, Eugenia, Ana, Julia y su madre estaban en Ivanovo Vosniesiensk, una ciudad textil a un centenar de kilómetros de Moscú. En diciembre de 1916 toda la familia volvió a reunirse en Moscú, con excepción de Nadina, de la que no se han tenido más noticias, y de Tatiana, que había permanecido en Italia. El régimen zarista estaba a punto de caer. Los Schucht estaban también en Moscú cuando estalló la Revolución de Octubre. Después de la Revolución volvieron a separarse: Eugenia y Víctor en Moscú, Julia con el padre y la madre y la nueva familia de Ana, Teodoro Zabel y su hijo, en Ivanovo. Cuando Eugenia conoció a Gramsci sus familiares seguían en Ivanovo. Iban a visitarla asiduamente al sanatorio del Bosque de Plata. A mediados de julio de 1922, Gramsci, vio por primera vez a Julia. Hasta entonces Eugenia le había demostrado una viva simpatía. Pero fue Julia la que lo impresionó. Era alta, de tez clara; tenía un rostro bello y ovalado, con grandes ojos tristes. Dos largas trenzas le descendían por la espalda. Tenía veintiséis años, cinco menos que el joven italiano. Hacía siete años que estaba en Rusia y sentía nostalgia por Italia. Siempre le había pesado el alejamiento de Italia. Después de la partida, a los diecinueve años (se trasladaba a Rusia, que todavía no conocía) decía a Leonilde Perilli en una carta escrita el 21 de junio de 1916 desde Tzarikov: “Estoy en Bulgaria. Me he acercado a Rusia, pero me he alejado de Italia, de Roma...” Y en septiembre de aquel mismo año escribió desde Moscú: “Por aquí ya hace frío. Me siento melancólica pensando que en Roma... es hoy el 15 de septiembre”. Ahora daba clases en el Liceo Musical de Ivanovo.

Gramsci se sintió intimidado. Tenía treinta y un años y hasta entonces nunca se había abierto completamente a una muchacha. Se dominaba por miedo a la desilusión: le oprimía la conciencia de su estado físico. “Desde hace muchos, muchos años, me he acostumbrado a pensar que existe una imposibilidad absoluta, casi fatal de que yo pueda ser amado.” La visión de Julia le turbaba. Después de uno de los primeros encuentros le escribió: “¿Ha venido a Moscú, como me había anunciado? La he esperado durante tres días. No me he movido de mi habitación, por temor de que pudiese ocurrir lo de la otra vez... ¿No ha estado en Moscú, de verdad? Estoy seguro de que si hubiese estado se habría acercado a mi casa, aunque fuese sólo un momento... ¿Vendrá pronto? ¿Podré verla otra vez...? Escríbame. Sus palabras me hacen mucho bien, me dan más fuerza”. Durante las visitas de Julia a Eugenia pasaban largos ratos juntos. Aquel joven italiano, de miembros débiles pero con tanta dulzura en los ojos azules y con tanta fuerza interior, la cautivaba. Gramsci recordará con nostalgia los primeros encuentros en el sanatorio y el comienzo del idilio: “Sigo con el pensamiento todos los recuerdos de nuestra vida común, desde el primer día que te vi en Serebriani Bor, cuando no me atrevía a entrar en la habitación porque me habías intimidado (de verdad, me habías intimidado y hoy sonrío recordando esta impresión), hasta el día en que te fuiste a pie y yo te acompañé hasta la gran carretera que atraviesa el bosque y me quedé mucho rato allí, viendo cómo te alejabas sola por la gran carretera, hacia el mundo grande y terrible”.

Para aquel joven que un día había confesado que sólo había vivido con el cerebro y no con el corazón, todo esto representaba alcanzar un nuevo equilibrio. Hasta entonces, la vida de Gramsci había consistido en replegarse continuamente sobre sí mismo, en encerrarse dentro de sentimientos contradictorios: por un lado, el instinto de sociabilidad y por el otro, la voluntad de ser fuerte sin necesidad de ningún apoyo afectivo.

“Cuántas veces –escribirá a Julia– me he preguntado si era posible ligarse a una masa sin haber amado a nadie ni siquiera a los propios padres, si era posible amar a una colectividad sin haber amado profundamente a criaturas humanas singulares. ¿No habrá tenido esto un reflejo sobre mi vida de militante? ¿No habrá esterilizado y reducido a un puro hecho intelectual, a un puro cálculo matemático mi cualidad de revolucionario? He pensado mucho en todo esto y he vuelto a pensar en ello estos días, porque he pensado mucho en ti, en ti que has entrado en mi vida y me has dado el amor, me has dado lo que siempre me había faltado y me hacía a menudo malo y torvo.”

Descubría finalmente que “no se puede desmenuzar y hacer trabajar una sola actividad; la vida es unitaria y toda actividad se apoya en las demás; el amor refuerza toda la vida... crea un equilibrio, da una mayor intensidad a las demás pasiones y a los demás sentimientos”. Pero las circunstancias iban a convertir aquella relación en una serie de encuentros intermitentes y de largas y penosas separaciones.

De Italia llegaban voces de catástrofe. El 28 de octubre de 1922 había tenido lugar la Marcha sobre Roma; al día siguiente, el rey había confiado a Benito Mussolini el encargo de formar gobierno. Habían pasado dos años y medio desde que, en abril de 1920, Gramsci escribía: “La fase actual de la lucha de clases en Italia es la fase que precede o a la conquista del poder político por parte del proletariado revolucionario... o a una tremenda reacción por parte de la clase propietaria y de la casta gobernante”. La segunda profecía se cumplía.

Las Cámaras del Trabajo eran saqueadas e incendiadas, las escuadras fascistas asaltaban las redacciones de los periódicos democráticos, los dirigentes de izquierda eran perseguidos, encarcelados, apaleados, asesinados. Todo esto ocurría en vísperas del IV Congreso de la Internacional, que iba a iniciarse en Moscú el

5 de noviembre de 1922.

(...) Los dirigentes comunistas italianos no comprendían las diferencias entre el fascismo y los partidos democráticos tradicionales. Y al no advertir su peligrosidad, tampoco se planteaban el problema de una dictadura burguesa que se disponía a suplantar la democracia burguesa. La nueva directiva de la Internacional (el cambio del objetivo inmediato y el paso de una línea de ataque a una de defensa: la lucha por la defensa de las libertades democráticas y no, al menos por el momento, la revolución proletaria) no era, pues, comprendida; y todavía se comprendía menos la necesidad de las alianzas o de la fusión con fuerzas que, a juicio de la mayoría de los comunistas, no representaban nada más que el ala izquierda de las fuerzas burguesas. Gramsci fue uno de los pocos que supieron captar la nueva sustancia del fascismo, la gravedad del peligro que éste representaba, y la justeza de la línea defensiva propuesta por la Internacional.

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