Domingo, 25 de octubre de 2009 | Hoy
DOS CRONICAS DE ROBERTO ARLT
Carta escapada a la censura alemana.
Todos los que rodeamos al Führer, a corto o largo plazo, nos sabemos condenados a muerte. La única variación que descubre este destino consiste en la causa que determinará nuestro fin.
Así, Kannenberg, el cocinero de Hitler, morirá envenenado, pues cuanto plato llega a la mesa de nuestro amo pasa previamente por manos de Kannenberg, quien es el encargado de probarlo, y tan desconfiado se ha vuelto él, y tanto estima su pecosa piel, que cuando el Führer realizó su viaje por Italia, Kannenberg, con risa de todos nosotros, se llevó poco menos que un vagón frigorífico, cargado de verduras, y todos podemos dar fe de que el Amo no probó una simple berza nacida en la campiña italiana.
A los camisas negras no les hizo ninguna gracia la dicha precaución de Kannenberg, pero el ilustre Bochini tuvo que avenirse a ella.
Después, o quizá antes de Kannenberg, el primer condenado a muerte en el Reich soy yo, segundo “doble” de Hitler. Y digo segundo “doble” porque su primer doble fue un chauffeur bávaro llamado Julio Schreck. Julio conducía el Mercedes-Benz del Führer por las carreteras de Alemania como si lo persiguieran todos los diablos sueltos del infierno, y murió el año 1936 a consecuencia de una meningitis. Dicen que el Führer se emocionó al ver el cadáver de su “doble”. Yo no lo dudo. Weidmann también lloraba cuando recordaba cómo se debatía bajo de su pecho la bailarina De Koven, mientras él la estrangulaba.
Feneció Schreck, que en nuestro hermoso idioma quiere decir “terror”, y ciertamente que Schreck fue terror de ocas y pavos en las carreteras, y me descubrieron a mí. Si he de ser noblemente sincero, diré que hasta el gran advenimiento de Hitler mi vida era la de un perfecto vagabundo. Merodeaba por las ferias y cuando podía robaba un bolso. No creo que, en sus principios, la vida del Amo fuera muy superior a la mía, pues tengo entendido que él se refugiaba en un albergue nocturno y disputaba con los que querían escucharlo. Y, a diferencia del Amo, juro que no he disputado jamás. Me ha gustado, sí, escuchar a la gente que dice sandeces y las dice convencida. Entonces he arrimado la espalda a la pared y rascándome la barba he pensado divertido que Dios ha puesto el Sol en el cielo y a los tontos en la Tierra.
Así marchaban mis malos negocios hasta que un día un compañero mío, que hasta creo era un poco soplón de la policía, me dijo:
–¡Vaya que te pareces al Führer!
Estudié mi vulgarota facha en un espejo y tuve que reconocer que, efectivamente, mis facciones inexpresivas y toscas guardaban cierta semejanza con las del hombre de Austria, y esa coincidencia no dejó de envanecerme. Siempre es agradable parecerse a un gran hombre, aunque ese gran hombre se llame Nerón. Con fecunda petulancia me dejé crecer el bigote y mi parecido con el Führer resultó tan extraordinario, que el día que fui a una barbería a retocarme el felpudo que me crecía bajo las fosas nasales, al salir de entre las manos del fígaro, cayó sobre mí una nube de marxistas. Fue tal la lluvia de puntapiés y puñetazos que me suministraron, que me dejaron poco menos que muerto en la vía pública. Me condujeron a un hospital; allí, mi parecido con Hitler llamó la atención de las autoridades superiores y durante mi convalecencia me entrevistó un agente de la Gestapo, y después otro y otro, hasta que un día fui conducido a la presencia de Himmler.
Juro que en mi vida de vagabundo y ratero he visto muchas cosas impresionantes, pero jamás nada tan repulsivo e hipnotizante como la expresión helada de Himmler. Himmler parece un muerto cargado de odio, si le es posible sentir odio a un muerto. Cada vez que tras los cristales de sus lentes levanta los párpados rígidos como los de una serpiente, creéis encontraros en presencia de una boa constrictor que avanza la cabeza para tragaros. Himmler me observó con terrorífica fijeza durante varios minutos. Luego me dijo:
–Ponte de pie. Camina. Saluda. Sonríe.
Durante un cuarto de hora me moví en todas direcciones; luego me hizo retirar y quedé detenido a su orden. Algunos días después me examinó un caballero cojo y flaco, de sonrisa perversa, en quien reconocí al señor Goebbels, llamado “el enano alevoso” por sus adversarios políticos. El señor Goebbels me examinó como a un penco que está de venta en una feria; me suministró un par de bofetadas porque no me moví con la velocidad que él lo requería, y me dijo:
–De aquí en adelante trabajarás de “doble” de Hitler. Si te niegas, te suprimiremos.
Inmediatamente me nombraron un profesor de urbanidad; me enseñaron a comer; a beber agua; a inclinar la cabeza; a saludar al modo nazi; a estrechar la mano a los burgomaestres; a darles palmaditas en las mejillas a los niños que me traen un ramo de flores en los festivales del partido; a sonreírles místicamente a las doncellas vestidas como valkirias; a poner cara de orate colérico en presencia de las multitudes; a desfilar entre tenientes y capitanes generales; a deslizarme sentado en mi automóvil. Mi profesor de urbanidad era un caballero con instrucciones precisas, de manera que en cuanto yo me equivocaba una vez más de lo normal, me condenaba a recibir 15 azotes en las nalgas. Este sistema punitivo no tardó en surtir sus efectos y pronto aprendí a parodiar a nuestro Führer, que tiene un repertorio de 75 gestos. Estos 75 gestos han sido estudiados cinematográficamente. Ni el mismo Hitler podría superarse. Yo tuve que aprenderme de memoria el repertorio de las 75 maneras, y cuando concurro a una fiesta dentro de la piel de Hitler, mi programa se compone de un número dado de maneras. Ejemplo: en el banquete de una fábrica de aviones, donde concurrí en compañía de Goering, tuve que exhibir los “gestos” 3, 15, 24, 2, 7, 63 y 44.
Por supuesto, los que me rodean, ignoran casi siempre que yo soy el “doble” de Hitler. Muchos de ellos no lo han visto jamás al Führer. Yo mismo, hablando francamente, no he estado nunca en presencia del Amo. Sé que él existe, que yo existo. En público, aquellos que tienen el dificultoso privilegio de aproximarse me tributan incalculables muestras de respeto; en privado, para Himmler o Goebbels soy “el canalla”, y yo, yo vivo una experiencia parecida a la de aquel protagonista de Las mil y una noches que inspiró la titulada “Historia del dormido despierto”.
4 de diciembre de 1939
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