Cómo leer a Agatha Christie para poder olvidarla pronto
› Por Claudio Zeiger
El libro de John Curran, que recopila e indaga en los cuadernos de Agatha Christie, es una novedad frente a las biografías que habían puesto el acento en los misterios de su vida (sobre todo, su desaparición amnésica a lo largo de una semana, episodio nunca aclarado del todo ni siquiera por ella misma en su autobiografía) o los aspectos más espectaculares de su obra, digamos, los aspectos cuantitativos: cifras de ventas, traducciones, rankings y otros números vertiginosos. John Curran, lector y crítico dedicado y, sobre todo, fan de Christie así como hay fans de Ricky Martin, realizó un trabajo intratextual, profundo, con la letra de Christie, la obra entendida como una masa de textos que podría parecer caótica o meramente reiterativa.
Lo cierto es que por una razón u otra Agatha Christie siempre regresa, o nunca se va del todo. Mientras aparece este libro, los quioscos y librerías de ofertas de Buenos Aires están inundados de novelitas de la reina del crimen. Hay títulos a patadas: Navidades trágicas, Cianuro espumoso, Diez negritos, La muerte visita al dentista, El espejo roto, Muerte en el Nilo entre tantos otros. Llevado por la nostalgia de una de mis lecturas más febriles de adolescencia, y al calor del libro de Curran, elegí algunos de estos textos, los compré y los volví a leer, para llegar a una comprobación casi alarmante: no recordaba haber leído nada de lo que estaba leyendo. A pesar del tiempo, uno siempre recibe el reflejo de una escena, el coletazo de una revelación, la muesca de una epifanía. Nada, en este caso. No había rastros, huellas, ni visibles ni imperceptibles del paso de Agatha Christie por mi vida. Ningún final o solución al crimen me resultaba familiar; ningún personaje; ninguna escena. Ni siquiera (alarma total) me pasó con Diez negritos, libro que sí recuerdo haber leído, recuerdo que me impactó mucho (no tanto como el primer policial de mi vida, uno del Séptimo Círculo, Té en domingo, que me impidió dormir la noche en que terminé de leerlo. Internet me informa ahora que la autora era Lettice Cooper) y hasta me acuerdo del librito de páginas marrones y tapas duras rojas, perteneciente a la madre de un amigo. Pero de Lord Edgware y los otros habitantes de la isla, nada de nada, como si una témpera blanca y espesa tapara mi pasado, una sábana de grueso lino hubiera descendido sobre mi memoria emotiva para aniquilarla.
Esta vez también aproveché para leer una muy famosa –El crimen del Orient Express– que no había leído porque en un artículo sobre la novela policial de la revista Crisis, leída también en mi infancia, se revelaba la clave de la novela, crimen crítico que no pienso repetir ahora aunque se trate de algo conocido. De todas formas, me permitió disfrutarla de otra manera y comprobar que es una muy buena novela, aunque sigo creyendo que la mejor, según mi lectura reciente, es Diez negritos. Espero olvidarla pronto para volver a leerla en un par de años.
Y aquí creo que se encuentra una de las claves de la vigencia o, mejor dicho, el eterno retorno de la Primera Dama: leemos para olvidarla, y ese olvido es proporcional a la punzada de ansiedad que generaba llegar al final de la lectura. Leer una novela no leída de Christie (al fin y al cabo hay más de ochenta títulos disponibles, se los puede hacer durar casi toda una vida) o volver a una ya olvidada, es ir en busca de ese subidón irrepetible de la infancia o la adolescencia, de la lectura no contaminada de esos primeros policiales, esos primeros misterios, esas primeras aventuras.
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