“Hay un momento en la vida de todo chico en el que se detiene a considerar su vida pasada. Tal vez sea entonces cuando cruza la línea que lo separa de la edad viril. El muchacho va por una calle de su pueblo. Piensa en el futuro y en el papel que desempeñará en la vida. En su interior se despiertan ambiciones y remordimientos. De pronto ocurre algo, se detiene bajo un árbol y se queda como esperando que alguien lo llame. Los fantasmas de cosas pasadas acuden a su memoria, las voces susurran a su alrededor un mensaje sobre las limitaciones de la vida. De estar bastante seguro de sí mismo y de su futuro pasa a no estar seguro de nada. Si es un chico imaginativo, se le abre una puerta y por primera vez contempla el mundo y ve, como en una especia de comitiva, las incontables figuras de los hombres que, antes que él, surgieron de la nada, vivieron sus vidas y volvieron a desintegrarse en la nada. La tristeza de la sofisticación embargaba al muchacho. Con un breve jadeo se ve a sí mismo como una mera hoja arrastrada por el viento por las calles del pueblo. Sabe que, a pesar de todas las baladronadas de sus amigos, tendrá que vivir y morir en la incertidumbre, como algo llevado por el viento, algo destinado a marchitarse al sol como el maíz. Se estremece y mira en torno a él. Los dieciocho años que lleva vividos le parecen un instante, un suspiro en la larga marcha de la humanidad. Oye ya la llamada de la muerte. Ansía con todo corazón acercarse a otro ser humano, tocar a alguien con las manos, que alguien le toque. Si prefiere que ese otro sea una mujer, es porque piensa que una mujer será amable y le comprenderá. Busca, ante todo, comprensión.”
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