Domingo, 15 de agosto de 2010 | Hoy
Por C. G.
Las clases que Borges dictó como profesor titular de literatura inglesa y norteamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (él dictaba las de inglesa; su adjunto, Jaime Rest, las de norteamericana) parecían “perdidas, como todo se perderá”, uno de esos objetos de infinita nostalgia como las tragedias no conservadas de Sófocles, la obra de Shakespeare basada en el Quijote y la novela desaparecida de Rodolfo Walsh. Hasta que la paciente y amorosa labor de Martín Arias y Martín Hadis logró recuperar para nosotros al menos uno de aquellos cursos, en forma completa: el del año 1966. Partiendo de apuntes y versiones desgrabadas por los propios alumnos de cintas magnetofónicas que no se conservaron, debieron reconstruir con paciencia de arqueólogos (o, para decirlo en términos borgeanos, de buscadores de hrönir) el objeto perdido. Cualquier profesor que haya corregido una desgrabación de sus propias clases sabe a lo que me refiero: los nombres mutan hasta volverse irreconocibles, la sintaxis enloquece, la puntuación, inexistente en el original, se debate entre la arbitrariedad y el absurdo, las oraciones afirmativas evidencian una alarmante tendencia a convertirse en negativas (o viceversa: a los editores de Borges profesor se les escapó una: en la página 187 leemos “según Coleridge, Shakespeare se basó en la observación para la creación de su vasta obra. Shakespeare sacó todo de sí” cuando, como queda claro en las páginas siguientes, debería decir “Shakespeare no se basó en la observación”). En su prólogo, los autores señalan cómo tuvieron que reconocer al doctor Jekyll en sus nuevas encarnaciones de Dr. Jaquil, Shekli, Shake, Sheke y Shakel, mientras que Hyde volvía a esconderse bajo los alias de Hi, Hid y Hait; descubrir al Berkeley oculto en “Bartle” y al profesor Livingston Lowes en la obra “Lyrics and Lows”, y devolverle la salud a Walt Whitman, quien de “un cosmos, hijo de Manhattan” había degenerado a “un cojo, hijo de Manhattan” (emulando a aquellos alumnos de Borges, mientras escribo estas líneas mi computadora se empecina en corregir a “un cosmos, hijo de maniatan”). Borges profesor es en ese sentido un texto conjetural, como lo son también los numerosísimos libros de “Conversaciones con Borges” y las charlas recordadas por Adolfo Bioy Casares en su Borges, que no tendrían, en principio, el mismo valor probatorio que las conferencias de Siete noches o Borges, oral, que fueron minuciosamente revisadas por el autor (como demuestran los facsímiles de pruebas de imprenta incluidas en la edición del FCE de Siete noches). Pero basta leer cualquiera de los capítulos de Borges profesor para tener la certeza de que la labor de Arias y Hadis nos ha devuelto un texto firme, sólido, confiable, que el mismo Borges habría aprobado.
En el programa de 1966 desfilaron algunos de los favoritos del autor: la antigua literatura anglosajona, en primerísimo lugar; Carlyle, Browning, Coleridge, Blake y Stevenson; junto a autores no tan frecuentados en sus cuentos, ensayos y prólogos, como Samuel Johnson, Macpherson y Dickens. Más de una vez, uno (yo, tantos de nosotros), que tiene instalado el software de lectura borgeano en el cerebro (aunque, seguramente por culpa del hardware, funcione con desperfectos) se ha preguntado: ¿Cómo leería Borges a Jane Austen, a Thomas Pynchon, a Truman Capote? Las páginas de Borges profesor dan algunas respuestas empíricas a lo que hasta ahora había sido meramente conjetural: en la clase N° 13, por ejemplo, en medio de una discusión sobre Shakespeare y Coleridge, se explaya sobre A sangre fría (estas digresiones audaces e impredecibles son, dicho sea de paso, otro de los encantos del libro). Este capítulo, también, restaña, en parte, la ausencia más dolorosa del curso de 1966: Shakespeare no figuraba en el programa de este año.
Sólo dos veces tuve la ocasión de escuchar conferencias de Borges. Tenía un raro don: el de hablar como escribía: sus oraciones eran perfectas, gramaticales, uno podía escuchar los puntos y las comas. Las conferencias publicadas y las clases de Borges profesor realizan el milagro inverso: escuchamos la voz de Borges, su risa, la alegría de compartir con los demás sus textos más queridos. Se ha dicho, con justicia, que si Borges no fue el escritor más grande del siglo XX, ciertamente fue su mejor lector. Para convencerse, los escépticos pueden leer las páginas de Borges profesor y cotejarlas con las de uno de sus más formidables competidores, el Nabokov de los Cursos de literatura, de literatura rusa y del Quijote. Como el Cid Campeador, como Alfonsín, Borges sigue ganando batallas después de muerto.
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