GELMAN Y LA LIBERTAD
› Por Susana Cella
Ante los sucesivos andariveles que la poesía de Gelman fue surcando, un nuevo poemario depara una expectativa sustentada en ver qué modulaciones van a dar cuenta de su permanente búsqueda poética. de atrásalante en su porfía (el poemario anterior) y ahora El emperrado corazón amora podrían verse como el relato de cómo cuatro versos de Cólera Buey (1965) irradian de tal modo a través de décadas que se multiplican en los numerosos poemas de cada uno de estos dos. Pero más, certifican que la palabra gelmaniana está tejida de tiempo tanto en lo que los poemas dejan ver (“el comienzo, la duración, el cese”) como en cuanto al momento en que el poeta enuncia, en que “arriesga/ miles de partes que coció/ temprano en la mañana/ que no lo deja respirar”. La angustia no está en la cerrazón de la penumbra (como en Valer la pena) sino en el despertar: día que ilumina el ayer y el hoy para que surjan indicios en la zona signada por la forzosa distancia temporal y lo que persiste: “Los suspiros por lo que no hay,/ por lo que hay”, porque el ineludible impulso a desencadenar la palabra, y su espesor por lo que arrastra, no dejan de estar enclavados en la certera fijeza de llegar lejos, de tocar fondo, vacío, nada (‘Never’), asumiendo el riesgo de toparse con ‘las tentaciones del silencio, los/ cuidados que vendrán mañana cuando/ las alas abiertas no pasen’”.
La reminiscencia fulgura en opacidades o hendijas que la manifiestan (“Pero esa luz, esa luz, Grandeza de la luz desnuda/ en la inquietud de sí”), aludida en versos donde el tono reflexivo parece prevalecer aun cuando infisionado porque “La estructura más complicada tiene/ agujeros de libertad”. Libera entonces el lenguaje en adjetivaciones inhabituales (“bondad aterida”), coloquialismos (“agachadas”, “fueye”), imperativos (“léase”, “creed”), condensados o derivados términos (“estarser”, “malobueno”, “niñísimos”, “entreshijo”), los entrañables diminutivos gelmanianos (“pajarito”, “papelito”), cultismos (“nenúfares”), en trama de resonancias de músicas y voces habitadas por un susurro y una turbulencia interna, latidos del emperrado corazón que colmado de espacio-tiempo asume su destino y obsesivo inquiere: “¿Quién lleva a la palabra/ con enviones que no se soportan?”. Empujón que reclama no sólo el lugar del silencioso trabajo del dolor y del amor, sino también del grito, nuevamente, hasta los cimientos o confines: “lo que será, lo que siempre, lo nunca”.
Como Juan L. Ortiz “en su propia corriente”, la corriente de Gelman enhebra en una gradación reiterada, “grillos, pólvoras, resplandores, las mesas de café, las manos que buscan otra manos, sellos, dientes de leche” y “verano que pisa/ cielos, tierras, leones, la/ manita que una moneda humilla”, para llegar a la inocencia niña y al origen vital (“sílaba final, la madre”) y verbal (“la palabra es madre y sirvienta de límites”). O sea, el lugar más íntimo desde el cual, las sílabas sucesivas en los años de pasiones y pesares siguen desgranándose –y en esto seguramente está la dimensión de lo perdido, grano separado que añora en la intemperie, la unión, el cobijo– y en ese ininterrumpido seguir se va topando con, precisamente, los límites de lo decible, inefables que sin embargo emergen en reticencia, interrogantes (que atraviesan todo el poemario), elegías o hipótesis (“La vida, /se equivoca si calla se /equivoca si habla”).
El humano habitar la casa del tiempo (instantáneo, durativo, repetido, finito) enciende y provoca el decir. Pero ¿qué decir? La pregunta hiende, hurga, gira, se remonta a lo mínimo, se expande, se bifurca, trifurca, se revuelve. ¿Qué decir cuando acechan simultáneos la rememoración y el imperioso presente que tantea un futuro? Tal vez Gelman se sitúe aquí en ese lugar casi inverosímil y denso de lo que paciente y acuciante a la vez –entre espera e inminencia– lo lleva a conclusiones leves, como indicios de un saber cumplido: “No hay que sentarse en el cuerpo domado”.
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