Domingo, 24 de julio de 2011 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Sin llegar al nivel de solipsismo de J.D. Salinger –a quien alguna vez acusó, cariñosamente, de amar demasiado a sus personajes–, lo cierto es que John Updike también quiso mucho a los suyos. No sólo le costaba despedirse de ellos sino que –a lo largo de una fértil carrera, tres páginas fijas al día, puntual novedad cada doce meses– celebró una y otra vez reencuentros para enterarse y contarnos qué iba siendo de ellos según pasaban los años. Junto a Updike (1932-2009) seguimos a Harry “Conejo” Angstrom a lo largo de cuatro novelas y una nouvelle, asistimos a la boda y al divorcio de los Maple, salimos en gira una y otra vez con el catastrófico escritor judío Henry Bech, contemplamos la parábola de David Kern (alter ego de Updike) desde su juventud en Plumas de paloma hasta el crepúsculo en el póstumo My Father’s Tears, y visitamos varias veces pueblos llamados Olinger y Tarbox. Y ahora –en lo que resultó ser su última ficción publicada en vida– llega el momento de reencontrarnos con Alexandra Spotford, Jane Smart y Sukie Rougemont. Las brujas de Eastwick que Updike nos presentó en su formidable best-seller de 1984 con el que pretendía responder a la vez que agradar a las feministas que lo acusaban de ser un misógino falo que escribe. Trío de hechizadas al borde de un ataque de nervios que, por el camino, padeció el maleficio de una pésima adaptación cinematográfica protagonizada por Cher, Michelle Pfeiffer, Susan Sarandon y las cejas y sonrisa de Jack Nicholson (“A medida que se suceden las escenas de esta vulgar e incoherente fantasía, cuanto menos se parece a mi libro, mejor me siento”, comentó Updike) y que ahora regresan volando. En avión. Las tres con unos cuantos años más encima sin por eso dejar de poner en evidencia, de nuevo, lo portentoso que era ese Merlín que las invocó. Y, también, lo “raro” que podía llegar a ser este escritor realista-naturalista que no por eso dejó de arriesgarse y ganar con novelas histórico-privadas como Memorias de la Administración Ford y La belleza de los lirios, sci-fi ecologista en Hacia el final del tiempo, el tecno-thriller místico en La versión de Roger, reescritura y variaciones sobre La letra escarlata en Un mes de domingos y S., pesadilla à la Patricia Highsmith en Terrorista, llegando incluso hasta el retrato de un dictador africano en El golpe o la precuela–pastiche shakespeareana en Gertrudis y Claudio. Todo esto y mucho más sin dejar de lado largos ensayos críticos para The New Yorker, tratados sobre golf y pintura (aficiones de las que se nutrieron Conejo es rico o Busca mi rostro) y una considerable obra poética que, en Endgame, le sirvió para informar líricamente de su enfermedad terminal y últimos días.
De ahí que, más allá de su perfume sobrenatural –que apoya una pata en el puritanismo sulfúreo de Nathaniel Hawthorne y otra en un realismo mágico for import, mezclándose con Shirley Jackson y The Twilight Zone–, Las viudas de Eastwick, ya desde su título, reincida en una obsesión recurrente en los últimos títulos de su autor: la vejez (“ese castigo que sufrimos por vivir bastante más que nuestros antepasados de las cavernas”, definió en una de sus entrevistas antes del final) y los ritos y despedidas de quienes sobreviven y sobrevivirán (y recuerdan y recordarán) al ausente al menos por un rato.
Ahora, luego de recorrer mundo y gastar maridos, estas tres embrujadoras regresan a un Eastwick donde ya no está el diabólico Darryl van Horne, aunque su sombra y enseñanzas se prolonguen en el rencoroso Christopher Gabriel. Así –reeditando la estructura en tres partes del original–, venganza y muerte y alguien muere y alguien sobrevive y los antiguos encantamientos se funden con las flamantes fórmulas de la física cuántica con las calles de un encantado y encantador pueblo de Nueva Inglaterra como telón de fondo. Allí, el sabbath como otra de las muchas posibles actividades recreativas del country club local y el humeante caldero reconvertido en plástico de Tupperware. Pero es una placidez à la Norman Rockwell que no alcanza a ocultar las tinieblas de Goya. Y la gracia y la alegría de la prosa mandarinesca de Updike (y sus inspiradas descripciones de casi todo que, en su momento, se ganaron la burla injusta de David Foster Wallace) continúan tan potentes como siempre. Aunque, por momentos, el truco ya no tenga tanta gracia y en varios tramos la novela parezca vagar sin rumbo fijo como sus otoñales heroínas, bastante arrepentidas de su pasado, pero más preocupadas por su presente y el futuro que les quede. Alguna vez fueron mujeres desesperadas, pero ahora están más cerca de ser ancianas desesperantes. Su flamígera sexualidad y sus gélidos poderes han menguado. Y alcanzan lo justo para –presto y abracadabra– conjurar a una ligera aunque respetable segunda parte y correcta y poco sorprendente última novela. Un adiós que no está a la altura de El centauro o de Parejas (tal vez un más prolijo y apropiado fin de fiesta habría sido esa suerte de summa updikeana que fue Villages, en 2004) y al que, por supuesto, le cuesta despedirse de todos nosotros. De sus lectores fieles que ya estamos extrañando –y jamás dejaremos de extrañar– a todos esos seres tan queridos viniendo y viviendo, como por arte de magia, dentro del libro anual de John Updike.
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