› Por Alan Pauls
Las ficciones de Flannery O’Connor tienen una relación equívoca con lo religioso. Como su autora, son ficciones nacidas en una cuna de devoción, fermentadas al calor de la educación y la fe católicas, y de ese mismo mundo –que la escritora, a lo largo de su corta vida, nunca objetó– proceden la mayoría de sus personajes (predicadores, iluminados, creyentes en crisis, lúmpenes con sed de revelación, chivos expiatorios) y sus temas (caída, redención, sacrificio). Es un mundo de valores y mitos inconfundibles, que O’Connor privilegia con una exclusividad recalcitrante, hasta el punto de que no parece haber otro digno de convertirse en literatura. El problema es el modo en que aparece: siempre manchado, ensombrecido, retorcido hasta la parodia o la monstruosidad, como si se lo contemplara a través de un vidrio deformante o un par de ojos anamorfósicos.
De Flannery O’Connor se podría decir lo mismo que de algunos grandes pintores religiosos: con Dios todo está permitido. Es como si la existencia aceptada y aun reivindicada de ese fondo de fe, lejos de someterla, la autorizara a los arrebatos más bestiales, las pulsiones más oscuras, las paradojas más intolerables. No es el tipo de perversión blasfema que Sade ejerce sobre la religión, fundado en la operación literal de aplicar la ley hasta las últimas consecuencias, es decir: hasta dar toda la vuelta y asimilarla al crimen. Es más bien un trabajo a la Bacon, de envenenamiento, distorsión y metamorfosis. Escritora religiosa, O’Connor se ocupa de asuntos de fe, pero sobre todo describe dos procesos correlativos (la descomposición de la fe como valor, su recomposición como delito o locura) y el modo en que se pasa de uno al otro.
Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan son dos grandes casos de ese cuadro de desfiguración. En ambas novelas, la fe aporta energía, obstinación, voluntad de sacrificio. Pero esa dinámica arrolladora, eminentemente física –hay en las novelas de O’Connor un registro atlético, casi porno, de la convicción religiosa–, gira de algún modo en el vacío, como el eco furioso pero estéril de una era extinta. Hazel Motes, el protagonista de Sangre sabia, tiene el élan y la determinación temeraria de los grandes profetas, pero el credo que predica es el negativo crudo, descarnado, de una doctrina religiosa. La suya es la Iglesia sin Cristo; es decir, sin ilusión, sin trascendencia, sin siquiera ficciones milagrosas: una iglesia donde los ciegos no ven, los lisiados no caminan y los muertos pueden esperar la resurrección acostados. Motes no cree en la Caída ni en la redención; hooligan de la inmanencia, predica que “todo es una sola cosa”, que detrás de todas las verdades no hay verdad alguna y que Jesús es un mentiroso. Tarwater, el héroe adolescente de Los violentos lo arrebatan, acaba de perder al tío que lo crió, que lo ahogó más bien bajo un alud de consignas cristianas, y se prepara para cumplir con la misión que heredó de él: bautizar a un primo idiota que vive en la ciudad. A diferencia de Motes, que dice sólo lo que piensa, Tarwater toca de oído, repite lo que le dictan dos voces antagónicas: la de su tío, profeta demente, y la de un “forastero” razonable, lleno de sentido común, que le desaconseja creer a ciegas en el dogma que lo educó. Como la enferma genial que fue (una sangre no tan sabia le trasmitió el lupus que mató a su padre), O’Connor es una escritora-clínica extraordinaria, uno de cuyos hallazgos es ese par de maneras de volverse loco –ambas ligadas al ejercicio pronominal– que postulan estas dos novelas: una, no poder usar otra cosa que la primera persona; la otra, no poder usar la primera persona nunca.
Nada puede salir bien en las ficciones de Flannery O’Connor. Todo suele terminar en sangre, como en una tragedia de Marlowe trasplantada a la desolación de un sur poblado de pantanos, mosquitos, racismo y putas que balbucean en dialecto. Es una sangre que se derrama con violencia, con el furor intempestivo del deep south norteamericano, pero su sentido nunca es unívoco. Cuando aparece, de hecho, es para rubricar esos acontecimientos paradójicos tan característicos de su literatura: crímenes con valor redentor, actos brutales instigados por la más pura de las abnegaciones, masacres que se ejecutan cumpliendo al pie de la letra con las cláusulas de la devoción.
El mundo religioso de Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan es un mundo extraño, a la vez arcaico y anticipatorio, tribal y post religioso. Todo sucede a la intemperie, en un espacio público que ya no se distingue de un teatro de freaks-hows a escala pueblerina. Hazel Motes predica en la calle, en plazas, frente a los cines (cuyo público se empeña en captar), y sus sermones tienen la misma precaria espectacularidad que los animales en el zoológico, el oso y el pichón de halcón que combaten enjaulados, el pigmeo embalsamado que se exhibe en el museo o que Gongo, el gorila fraudulento que estrecha por unas monedas las manos de los niños que no se dan cuenta de la farsa o no se animan a desenmascararlo. Es un mundo en el que la experiencia religiosa es indisociable de la experiencia de la cultura popular, cuyas pulsiones específicas (en particular la impostura, la puesta en escena, el appeal publicitario y la codicia comercial) retoma y despliega a su modo. Un mundo en el que “todo es una sola cosa” y la figura del predicador compite menos con los apóstoles de otros credos que con el artista de feria (hay mucho de los performers de Kafka en los fanáticos religiosos de O’Connor, mucho de su terquedad disciplinada, fibrosa y suicida), el pedagogo (“el sabelotodo”) y el agitador social, mientras el paisaje del pueblo se deja invadir por carteles, anuncios, marquesinas luminosas, altavoces promocionales. Y si el estado de la fe es problemático, es básicamente porque ya no tiene audiencia: se la roba una industria del entretenimiento indigente pero lúcida, capaz de reconvertir el capital de show de la prédica religiosa descartando al mismo tiempo su peor lastre: las palabras. En ese sentido, Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan narran dos calvarios que se complementan (y pueden leerse a la vez como dramas religiosos y artísticos): el via crucis del creyente radical, monomaníaco, inaccesible, condenado a predicar en el desierto o –en el mejor y el más psicótico de los casos– a predicar para uno solo (Sangre sabia); el calvario de ser ese uno para quien se predica, depositario único de un discurso que sólo encuentra su razón de ser en la universalidad (Los violentos lo arrebatan).
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