> LA VERDADERA HISTORIA QUE INSPIRó EL MEMORABLE CUENTO “ADIóS, HERMANO MíO”
› Por John Cheever
Hace algunos años estuve con mi familia en una casa alquilada de Martha’s Vineyard hasta la segunda semana de octubre. El verano indio era brillante y quieto. Nos fuimos sin ganas cuando fue el momento de irse. Tomamos la lancha de media mañana a Wood’s Hole y pasamos de un día luminoso en el mar a un clima húmedo y nublado. Al sur de Hartford empezó a llover. Llegamos al departamento, en las calles 50 del este, donde vivíamos entonces, justo después de oscurecer. La ciudad bajo la lluvia parecía particularmente cavernaria y ruidosa y el verano definitivamente había acabado. Temprano a la mañana siguiente entré a mi habitación de trabajo. Antes de irme a Vineyard había empezado un cuento, basado en notas tomadas un año o dos antes en Nueva Hampshire. El cuento describía a una familia en una casa de verano que pasaba sus tardes jugando backgammon. Probablemente se hubiera llamado “El juego de backgammon”. Quería usar las piezas, el tablero y las circunstancias del juego para mostrar que las relaciones dentro de una familia pueden ser extorsivas. No estaba seguro acerca de la conclusión del cuento, pero en el fondo de mi mente estaba la idea de que alguien perdería la vida sobre el tablero. Vi un accidente de canoa en un lago de montaña. Al leer el cuento otra vez esa mañana me di cuenta de que, como ciertos tipos de vino, no había viajado. Era malo.
Vengo de una familia puritana y de niño me enseñaron que una moral subyace bajo toda conducta humana y que la moral siempre es en detrimento del hombre. Cuento entre mis relaciones gente que siente que hay una inexpungable maldad en el corazón de la vida y que el amor, la amistad, el whisky, las luces de todo tipo, son meramente las más crudas decepciones. Mi objetivo como escritor ha sido registrar una moderación de esas actitudes –un escape de ellas si esto parecía necesario– y en el cuento del backgammon simplemente había fallado. Era, en esencia, precisamente, el tipo de improductivo pesimismo que tenía esperanzas de iluminar. Estaba en la vena de uno de mis tíos ancianos que nunca ponía un gusano en el anzuelo sin decir que, tarde o temprano, todos seremos corrupción.
Para ocuparme de cuestiones más alegres, miré las notas que había hecho durante el verano. Encontré una larga descripción de galpones de trenes y muelles de ferries –una canción a máquinas de amor y muerte–, pero la sustancia era que estos viajes no tenían importancia –eran una especie de decepción–. Unas páginas después encontré la descripción de un amigo que, habiendo perdido los encantos de su juventud e incapaz de encontrar nuevas luces para guiarse, había empezado a vivir de sus triunfos en el fútbol. Esto estaba conectado con una mordaz descripción de la casa en Vineyard donde habíamos pasado un agradable verano. La casa no era vieja, pero había sido revestida con piezas de madera viejas, y la madera de la puerta, que era nueva, estaba marcada y manchada. Las habitaciones estaban iluminadas con velas eléctricas y yo unía esta cruda sensación de pasado al fracaso de mi amigo, que no podía madurar. El fracaso, decían mis notas, era nacional. Habíamos fracasado en madurar como pueblo y habíamos vuelto atrás para vivir de viejos triunfos en el fútbol, techos apuntalados con vigas, luces de velas y fogatas. Había algunas notas lacrimógenas sobre el mar que se llevaba las brasas de los fuegos de nuestros picnics, sobre el viento del Este –el viento oscuro–, sobre la promiscuidad de una hermosa joven que conozco, sobre las dificultades de tener una chacra en una isla, sobre los aviones jets que bombardearon una isla cerca de la costa de Gay Head y una morosa descripción de una caminata en South Beach. Las únicas líneas alegres en todo esto eran dos oraciones sobre el placer que había obtenido una tarde mirando a mi mujer y a otra joven cuando salían del mar, desnudas.
Es breve, pero la mayoría de los viajes nos dejan al menos una ilusión de perspectiva mejorada y esa mañana había una distancia entre mis notas y yo. Había pasado el verano en excelente compañía y en un paisaje que amaba, pero no había huellas de esto en el diario que había llevado. El conflicto de mis sentimientos y la indignación ante esta división formaron rápidamente en mi mente la imagen de un hermano despreciable y escribí: “Adiós, hermano mío”. El cuento se movió con rapidez. Lawrence llegó a la isla en un viaje sin importancia. Hice que el narrador fuera fatuo porque había cierta ambigüedad en mi indignación. Laud’s Head tenía el complaciente poder de un paisaje imaginario donde se puede elegir de entre una amplia gama de recuerdos, poniendo el aroma de las rosas de un lugar muy diferente o el zumbido de la apisonadora de una cancha de tenis escuchado años atrás. El plano de la casa fue claro para mí enseguida, aunque se trataba de una casa que nunca había visto antes. La terraza, el living, las escaleras, todo apareció en orden y cuando abrí la puerta de la cocina encontré allí a un cocinero que había trabajado para mi suegra el año anterior al último año. Había llevado a Lawrence a casa y lo había acompañado en su primera noche en Laud’s Head antes de que fuera la hora de mi cena.
Por la mañana cargué sobre los hombros de Lawrence mis observaciones sobre el backgammon. Entonces el cuento se estaba moviendo hacia el baile del club náutico. Hace diez años, en un baile de disfraces en Minneápolis, un hombre había usado un uniforme de fútbol y su esposa un vestido de bodas y este recuerdo resultó adecuado. El cuento se terminó para el viernes y yo estaba feliz porque no conozco placer más grande que unir en una pieza de ficción un baile en Minneápolis y un juego de backgammon en las montañas de modo que estén relacionados, y confirmar ese sentimiento de que la propia vida es un proceso creativo, de que una cosa está puesta con un propósito sobre la otra, de que lo que se pierde en un encuentro es repuesto en el siguiente y de que poseemos algún poder para darle sentido a lo que ocurre.
El sábado tomé el tren a Filadelfia con un amigo para ver un partido de fútbol. El cuento seguía en mi mente, pero cuando pensaba en lo que había escrito, buscando crudezas o debilidades, me sentía seguro. El partido fue aburrido. Empezó a hacer frío. Empecé a sentirme incómodo en la mitad. Nos fuimos en el medio del cuarto tiempo. No llevaba un saco y estaba temblando. Esperando en el frío el tren de vuelta a Nueva York vi la verdadera falta de valor de mi cuento, el alcance de mis decepciones, los vuelos y aterrizajes forzosos de un carácter inestable y cuando el tren llegó a la estación pensé vagamente en arrojarme a las vías; en cambio, fui al club de automovilismo a beber whisky. He leído el cuento desde entonces y aunque veo que a Lawrence le falta dimensión y que la ambigüedad alejará a algunos lectores, sigue siendo una descripción razonablemente exacta de mis sentimientos cuando volví a Manhattan después de un largo verano en Martha’s Vineyard.
Este texto de Cheever en donde cuenta cómo fue la anécdota familiar en la que se basó para uno de sus mejores cuentos (“Adiós, hermano mío”), y publicado en esta página por primera vez en castellano, fue recopilado en uno de los dos tomos que Bailey armó para la Library of America y apareció originalmente en Understanding Fiction, editado por Cleanth Brooks y Robert Penn Warren en 1959.
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