› Por Blake Bailey
“La ficción es arte y el arte es el triunfo de sobre el caos (nada menos)”, escribió John Cheever en su cuento “La muerte de Justina”. El arte de la biografía lucha con el mismo dilema y sin embargo las cuestiones de la vida tienden a permanecer tercamente caóticas. El gran desafío es imponer orden, orden y más orden: encontrar los temas más salientes (“la carne desea en contra del espíritu” era uno de los más importantes en la vida de Cheever) y sus hilos narrativos concomitantes, y así reconciliar la paradoja de una naturaleza exquisitamente complicada. Cuanto más sabe el biógrafo, mejor, porque, por supuesto, saberlo todo es perdonarlo todo y el objetivo –o mi objetivo, en todo caso– es intentar ser compasivo.
La ficción de Cheever fue el refinamiento de una vida muy complicada, cuyos materiales crudos pueden encontrarse en sus Diarios –quizás el más exhaustivo registro de la vida interna de un escritor norteamericano de primer nivel, y un artefacto muy caótico en sí mismo–. Me sumergí en este desorden y me propuse limpiarlo de la misma manera que Wall-E recorre un planeta devastado y contaminado, de la misma manera que Sísifo empuja su roca –porque, como biógrafo, es lo que uno hace–. El trabajo penoso y mecánico tuvo un resultado feliz: fusionó mi mente mucho más con mi conflictuado sujeto, y me llevó a un sorprendente grado de empatía.
“Leí el diario del año pasado con la idea de donarlo a la biblioteca”, escribió Cheever en 1978, sintiendo el periódico tironeo de la posteridad. “Estoy impactado por la frecuencia con que me refiero a mi miembro.” Esto es cierto. Quizá por un impulso masoquista y paradójicamente puritano (infundido por sus orgullosos padres yanquis en Quincy, Massachusetts), Cheever se preocupó por anotar sus más sórdidos encuentros sexuales (incluidas sus experiencias solitarias), su lucha diaria con el alcoholismo, y sus generalmente sarcásticas observaciones sobre sus amigos, colegas y, especialmente, su familia. (“Mi esposa es retratada de una manera muy negativa en los diarios y yo aparezco sin culpa, y esto no puede ser la verdad”, reflexionaba al final de su vida). Hay muchos momentos sublimes también y, no hace falta decirlo, todo el diario tiene una escritura bellísima. En cualquier caso, Cheever finalmente superó sus dudas sobre preservar esta parte crucial de su obra en una biblioteca y estuvo incluso “casi dichoso”, según su hijo Ben, ante la perspectiva de una publicación póstuma.
El diario original –más de 4300 páginas, 28 volúmenes en total, la mayoría tipeados, con interlineado simple– se vendió en 1990 a la Biblioteca Houghton de Harvard, cuyo personal hizo un trabajo espléndido con la cuestión cosmética. Sacaron las páginas de sus carpetas anilladas originales, las pusieron en cajas separadas y en carpetas protectoras. Nada ha sido descartado. Un recibo de Blue Cross Blue Shield, de 1981 –cuando Cheever estaba muriendo de cáncer– puede ser encontrado en el volumen 17, que sin embargo se ocupa de los años 1967-68. También se pueden encontrar pasajes de tren, una postal de “Alexandra” (después descubrí que era la traductora y amante de Cheever durante un viaje a Bulgaria, en 1979), un telegrama de Lauren Bacall, recortes de diarios y más. Incluso las carpetas anilladas, que se conservan, son interesantes. En el sobre interno de una de ellas encontré una carta sin enviar para la bonita (¿el bonito?) biógrafo de un poeta romántico: “Esta es una propuesta de casamiento”, escribió Cheever. “Voy a dedicarte mi nueva novela. Espero que me dediques tu próximo libro. Apareceremos juntos en la solapa, fotografiados en el jardín de nuestra casa de campo del siglo XVIII, en las verdes orillas del río Limpopo.” La carta fue escrita en la primavera de 1967, un mal momento en la desolada historia de los 41 años de matrimonio de Cheever.
La prolija presentación de Harvard, sin embargo, es como una entrada bien pulida a un laberinto. Los bibliotecarios no han comprendido que las páginas de muchos volúmenes están caóticamente mezcladas, como si fueran un mazo de cartas –y que se les haya pasado por alto es comprensible, porque Cheever rara vez fechaba sus entradas–. Esto podría explicar las peculiaridades de los Diarios editados, una selección de aproximadamente el 5 por ciento del total, selección de Robert Gottlieb publicada en 1991. Gottlieb claramente luchó con la cronología y no es para menos. Siguió el orden desordenado del volumen 2 (descartó completamente el 1), que empieza en 1952 y, unas páginas más adelante, vuelve a 1948. Hay muchos otros errores de cronología, aunque algunos son demasiado esotéricos como para que se noten. Gottlieb no podía saber que, por ejemplo, el volumen 8 se ubica entre el 12 y el 14. Por eso se refiere a París era una fiesta de Hemingway en 1960, cuando el libro fue editado de forma póstuma en 1964.
El problema es claro, o mejor dicho, mi problema: Gottlieb podía permitirse ser más impresionista, pero un biógrafo tiene que tener una idea bastante precisa de qué pasó y cuándo. Por lo tanto, casi dos años de mi investigación estuvieron dedicados a leer y reordenar las páginas del diario de Cheever. Nadie sabe por qué se mezclaron las páginas en primer lugar, aunque durante mi trabajo no me costó imaginar que el culpable fue el propio Cheever –fue él quien decidió imponerle un desafío a quien se atreviera a darle sentido a semejante vida–.
El caos era a veces extrañamente artístico y resultaba en yuxtaposiciones que echaban luz sobre la naturaleza prismática de Cheever. Una página o dos podían reflejar una calma espiritual consoladora, abruptamente interrumpida en la página siguiente por un arranque de odio a sí mismo que pertenecía a una época anterior o posterior. En su mayoría, feché las páginas con la ayuda de una importante cronología de la vida de Cheever que construí basándome en miles de cartas y muchas otras fuentes. Así descifré varias alusiones personales: ¿la crisis nerviosa de su cuñada Buff en la casa familiar de Nueva Hampshire? Agosto de 1946. ¿La casi fatal hemorragia nasal de Dawn Powell en Yaddo? Abril de 1960. Y cada 27 de mayo, una y otra vez, el cumpleaños de Cheever era anotado con una frase invariable: “Bebí demasiado”.
Terminé de reordenar el diario en la primavera de 2005 y transcribí lo que necesitaba a mi laptop e hice el último de mis muchos viajes de investigación a Boston. Mi última parada fue una visita de un día al archivo de la librería de Brandeis, donde me dediqué a las versiones tipeadas de los cuentos de Cheever para The New Yorker. Estaba particularmente intrigado por las referencias en los márgenes de su editor en la revista, William Maxwell. (“¿Qué es un día bien formado?”, se preguntaba bastante literalmente Maxwell ante la descripción “un día fragante y bien formado como una manzana”, que Cheever descartó despreciativamente). Con 15 minutos de tiempo antes de que la biblioteca cerrara, les eché un vistazo a 31 páginas de su diario que Cheever había donado al lugar a mediados de los ’60, aunque –claro– no había motivo para hacer esto, porque yo tenía mi propia, y prístinamente cronológica, copia del diario. Pero no me pude resistir.
Enseguida noté algo diferente: las páginas de Brandeis estaban tipeadas de manera muy prolija, y con un moño, nada menos. Encontré un pasaje en mi laptop que transcribí del original, sobre el encuentro de Cheever con Sophia Loren en el verano de 1967, y lo comparé con la versión de Brandeis. ¡Eran diferentes! “Ella parece sincera, magnánima, suertuda y directa”, había tipeado torpemente Cheever en el original, y le seguía un breve diálogo entre los dos. La versión inmaculada de Brandeis dice:
“Ella parecía sincera, magnánima, suertuda e inteligente”, y el diálogo posterior ha sido borrado. ¿Es posible que Cheever no sólo haya retipeado sino reescrito muchas páginas de su diario para obtener cierta posteridad académica? Iba a investigar más cuando la bibliotecaria me dijo amablemente que era hora de retirarme.
Un mes después de esa visita a Brandeis, me mudé con mi familia a Nueva Orleáns. Mi mujer había sido asignada a la Universidad de Tulane para su doctorado en Psicología Clínica y, aunque era apenas un año, decidimos comprar una casa en el barrio de Gentilly, muy cerca del lago Pontchartrain. Vivimos allí solamente dos meses. Cuando tuvimos que evacuar poco antes del huracán Katrina, dejé mi versión repaginada y majestuosa del diario de Cheever en el estante más bajo de mi archivero. No pensé que, pocos días después, la Guardia Nacional se acercaría a la casa en lanchas.
Cuando finalmente volví, un mes más tarde, el diario en el que había trabajado amorosamente durante dos años se había transformado en un bloque de un metro y medio de moho.
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