Domingo, 5 de agosto de 2012 | Hoy
Por Selva Almada
La primera vez que escuché sobre Héctor Tizón, todavía era estudiante, vivía en Paraná y fantaseaba con ser escritora. Y estaba convencida de que, para serlo, tenía que salir de mi provincia, llegar a la Capital. Aún no veía cómo iba a lograrlo y eso me angustiaba. Entonces, saber de un escritor que sólo había salido de su pueblito en Jujuy por razones de fuerza mayor (ir a la universidad, el exilio político o su trabajo diplomático) y que siempre había vuelto, que había elegido ese lugar por encima de cualquier ciudad capital y que desde allí escribía, publicaba y hasta allí iban los periodistas culturales a entrevistarlo, me resultó muy confortante. Claro que para poder lograrlo había que ser un escritor de la talla de Tizón, pero bueno, entiendan que era una chica joven y un poco cabeza hueca.
Sin embargo, no lo leí en ese momento sino bastante después. Recién instalada en Buenos Aires (lo había conseguido finalmente; sólo mudarme, digo) fui a visitar a una amiga y me fijé en un libro que estaba sobre la mesa. Era La mujer de Strasser. Me lo prestó. Es una de esas novelas (o de esas historias, mejor dicho; también me pasaría algo parecido con el cuento de Fogwill, “Camino, campo, lo que sucede, gente”) que cambian tu manera de pensar la escritura, que te dejan diciendo: ¡ah, cómo, esto también se puede hacer! Con La mujer de Strasser descubrí la escritura exquisita de Tizón y su manera tan particular de crear esos ambientes de contenida rabia, lujuria, ferocidad. Y que es posible ser un “escritor de provincias”, como le gustaba decir, de una universalidad arrolladora.
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