Domingo, 5 de agosto de 2012 | Hoy
Cada cuento de El camino de la luna es una diferente estación en la vida de Gabriel Reyes, el personaje-otro yo de Pablo Ramos, que viene marcando de forma excluyente su narrativa. Y cada parada es bien distinta: en “Wunderbare kastastrophe”, un notable cuento sobre el racismo, se encuentra en un tren de Berlín con un grupo de violentos y calculadores nazis; en “La chica de pelo verde” interviene para evitar una violación en los terraplenes de Avellaneda; en “La posibilidad sublime”, notable cuento de fútbol (“Un gol, una tontería indescriptible, la tontería que separa, como ninguna otra cosa, la alegría de la tristeza”), comprende las dimensiones del fracaso y la amistad mientras escapa de los hinchas de Defensa y Justicia en Florencio Varela o toma clases de guitarra con un profesor barrial mientras se cura de un brote de verrugas en “La historia de la música”. Pero más allá del universo suburbano y la indagación en la propia vida hasta tensar los límites de la ficción, El camino de la luna está marcado por la reflexión sobre la escritura. “Esas palabras prostituyen la realidad, al menos esta realidad que yo viví hace un instante, y no significan nada y no representan nada”, dice el protagonista de “Castañas asadas”; y ese reclamo al lenguaje, esa búsqueda de la verdad en la realidad, resulta casi una súplica, un pedido de tregua, desolador porque, se sabe de antemano, no podrá ser respondido.
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