Mi familia es galesa, y a los galeses les gusta mucho, mucho, contar historias y suelen ser bastante buenos narradores. También les gustan los niños pero no son, a la manera moderna, infinitamente tolerantes con respecto a los chicos. Creen que los chicos necesitan ser educados y los educan. Frecuentemente, los educan con historias. Creo que esta cualidad de los contadores de historias es básica para el arte del novelista. A veces me piden que hable a grupos de estudiantes sobre la escritura y veo que los pobres están hartos de todo el asunto complejo de las teorías y los tipos de narrativa y esto y lo otro. Lo que les digo es: “Si son escritores, verdaderos escritores, son descendientes de esos narradores medievales que solían ir a la plaza del pueblo y desplegar una manta en el suelo sobre la que se sentaban, sacaban una vasija y decían: ‘Si me dan una moneda de cobre les voy a contar una historia de oro’”.
Si el narrador tenía lo que hace falta, reunía a un pequeño grupo y les contaba su historia dorada hasta llegar al punto más excitante y entonces pasaba la vasija de vuelta. Así se ganaba la vida y, si no podía conservar a su público, estaba acabado y tenía que retomar otra línea de trabajo. Esto debe hacer un escritor. Me enferman los escritores que les hacen demandas tediosas a sus lectores y esperan que los aguanten mientras los hacen pasar por infinitos análisis refinados del significado de esto y aquello. Uno debe tener una historia y tiene que contarla o la gente sencillamente dejará el libro y descubrirá que es uno de esos libros que, una vez abandonados, no pueden ser retomados.
Supongo que escribo comedias. Mi impulso es hacia la comedia. Y tengo una opinión muy alta de la comedia; la comedia es tan reveladora y penetrante de los problemas humanos como la tragedia. La cuestión sobre la comedia a la que le doy gran valor es que es infinitamente más difícil de imitar que la tragedia. Pocas veces he sacado la “vox humana” y he conseguido que la “voix céleste” se detenga, pero sé que he hecho reír a alguna gente y eso no es lo más fácil de hacer. Es extremadamente fácil ser deprimente y decir “ésta es una situación terrible y todos deben ser muy serios al respecto y, como yo lo soy, soy un escritor de importancia”.
Lo difícil es ver que la vida es graciosa y no burlarse ni mofarse de la opinión de alguien; no ser cruel ni cerrarse a entender una opinión o situación sólo porque algunos aspectos sean graciosos. Hay que balancear la tragedia y la comedia. La vida es una cosa rara.
Mi padre era dueño y editor de un diario, y para mí es muy familiar no sólo la máquina de escribir y todo el proceso de impresión –las linotipos, las impresoras, incluso la distribución–. Esto ha influido mi escritura de manera inconmensurable, más de lo que puedo explicar. Cuando era chico, mi padre era un hombre de diario, mis dos hermanos trabajaban en el diario, mi madre estaba intensamente interesada en el trabajo que ellos hacían y yo escuchaba hablar sobre el diario en cada cena. En una familia relacionada con un diario, uno no sólo conoce las noticias que se imprimen sino las que no llegan a publicarse, y uno adquiere un conocimiento de la naturaleza humana y de la esencia de una comunidad que es muy difícil de adquirir, creo, de otra manera. Yo mismo fui editor de un diario por veinte años. Durante ese tiempo tuve que lidiar no sólo con las noticias que se publicaban sino con las que no editábamos porque eran extraordinariamente dañinas. Uno conoce cómo es la gente, y cómo vive, y qué hace por la noche y qué sucede tras bambalinas. El mundo que se cuenta es la mitad del mundo que uno conoce. Y uno aprende un montón sobre la gente. Cómo se regodean de manera desagradable ante la desgracia ajena y cómo gritan y rezongan cuando alguna locura que han cometido debe ser reportada en el diario. Estas respuestas y reacciones me sirvieron para mi trabajo como novelista. Como editor de un diario uno debe sentarse en su oficina y escuchar cuándo golpean la puerta y saber que entrará una persona enojada y ofendida que viene a hablarte de algo que nunca hubieras pensado que podría ofender a un ángel de los cielos.
Cuando entré a la universidad en Canadá, teníamos un muy buen profesor de psicología. Estaba muy interesado en Freud y sabía muy poco de Jung, y nos daba clase sobre Freud y nos estimulaba a leerlo, y yo lo hice. Encontré a Freud extraordinariamente fascinante y refrescante porque parecía encontrar respuestas a preguntas que yo me había hecho y confirmar cosas que yo había oscuramente sospechado. En ese sentido, fue una enorme ayuda para mí, un hombre joven, y me dio una gran amplitud. Pero con el paso del tiempo descubrí que la actitud de Freud hacia la vida era lo que en la jerga de psicoanálisis se puede llamar “reduccionista”.
Todo es llevado a su mínima expresión. Es como si todavía fuéramos niños, no importa la edad que hubiéramos alcanzado: niños llorando en la oscuridad por algún imaginario problema del pasado, o alguna contrariedad en el amor, o desdicha de algún tipo. Mientras leía a Freud y sobre Freud, descubrí que muy poca gente que lo discutía lo hacía sin atacar a alguien llamado C. G. Jung. Y me preguntaba: ¿por qué lo odian tanto? Esto lo tengo que investigar. Así que empecé a leer a Jung y de inmediato me fasciné con él. Descubrí que Jung era un hombre por quien sentía una comprensión más básica que con Freud. Jung tuvo, como yo, una infancia rural. Creció entre gente de campo y granjas y animales y gente simple que trabajaba la tierra –no entre neuróticos vieneses cultos–. Así que su mirada sobre la vida era mucho más parecida a la mía. Por supuesto estaba la cuestión básica de que Freud era judío y la cultura vienesa judía le dio a su pensamiento un aspecto que yo podía entender y con el que podía simpatizar, pero al que no podía ingresar. Jung era suizo y protestante y yo podía entender su mirada del mundo y el contexto ético de su pensamiento con más facilidad. Además, consideraba los mitos y las leyendas como productos de la vida y generadores de vida, así como una constante fuente de referencia y frescura en la forma de vivir; me pareció maravillosamente enriquecedor.
Mi forma de trabajar es tomar notas y planear y perpetuamente construir lo que eventualmente voy a escribir. Hago planes muy cuidadosos y tomo gran cantidad de notas –tantas notas que, a veces, son tan largas o incluso más largas que el libro–. Y sketches de los personajes y sugerencias y referencias a cosas que voy a encontrar útiles. Todo eso lleva mucho tiempo. El proceso de empezar a trabajar en una nueva novela es un asunto desesperante, porque los comienzos no parecen hacerse más sencillos con el paso del tiempo. Padezco como un nadador que se siente a punto de hundirse bajo las aguas en cualquier momento. Todas mis novelas empiezan con una idea simple, pero cuando trabajo empiezan a aparecer complejidades y tengo que luchar para no quedar sobrepasado por los detalles. Pero luego –al menos de la manera en que yo trabajo–, cuando uno empieza a trabajar, puede hacerlo de manera bastante rápida gracias a toda esta preparación que ha hecho de antemano. Uno espera que salga bien. Pero con las novelas, como con las tortas, nunca se sabe. Incluso cuando termino un libro nunca estoy seguro de si es bueno o si es una porquería. Mis libros vienen de a tres y, aunque no son realmente trilogías o series, están relacionados por los personajes y por un punto de vista. Pero son tediosos en cuanto a la cronología. Si los planeara, estoy no ocurriría; pero no los planeo, solamente ocurren.
Cuando empiezo a escribir, lo hago del principio al final, siempre. Sé que muchos escritores componen las principales escenas de una novela antes de escribir el trabajo conectivo entre ellas; otros empiezan por el final. Yo no: yo voy de principio a fin y ése es el primer borrador.
Conozco la historia cuando empieza, pero no sé cómo va a terminar. Conozco dos tercios de la trama y el final emerge mientras avanzo. Me da un poco de vergüenza decir esto, pero es verdad: yo escucho la historia, me cuenta la historia, tomo nota de la historia. No digo que una persona notable me la susurra en el oído o que una mujer hermosa en un vestido diáfano me dice lo que tengo que escribir. Es parte de mi proceso creativo no estar todo el tiempo en control o inmediatamente en contacto con la historia.
Estas palabras de Davies están tomadas de la entrevista que Elisabeth Sifton le hizo para la serie de célebres entrevistas a escritores de la revista The Paris Review.
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