Dom 10.02.2013
libros

Para liberar al maldito

› Por Alejandra Varela

Puede tratarse de una cuestión de carácter, o de un actor con una sensibilidad especial para escuchar y para reconstruir esos fragmentos de voces, ya que las palabras suelen encimarse, se presentan desprolijas, atropelladas. Del otro lado un público ofendido, intérprete de una ofensa. Es lógico que no quieran a Louis-Ferdinand Céline, ya que el autor odia a esa humanidad que le sirve de ingrediente para su literatura. La corta en pedacitos y la devuelve sangrante, espectral, con sus vísceras afuera, como Prometeo ofreciendo su hígado a las aves de rapiña.

Céline ha dejado una marca, entonces es imposible no escribir sobre él. El “problema” Céline es el lenguaje de la literatura francesa, el idioma callejero y burlón. Un Fausto que ha sellado su pacto con el demonio en la pureza de dar vuelta la escritura y mostrar todas sus hilachas, sus puntos suspensivos. “No se puede curar el miedo, Lola”, sentencia el protagonista de Viaje al fin de la noche. El autor detrás de esa frase se convierte en un fantasma producido en la prisión de Vestre Faengsel que visita a Phillippe Sollers para murmurarle confidencias.

Céline es, en el texto de Sollers, el personaje de una tragedia, su desmesura, su imprudencia es la de hacer palpable esa forma rancia de la vida que dibuja sujetos mediocres. Vuelve liviano el drama para internarlo en un territorio común a todos, accesible en su abanico de implicancias y culpas. Ese arrebato por incriminar a quien lo escucha es imperdonable.

No es, entonces, el antisemitismo de Céline el problema sino su estilo. Su sinceridad es la válvula para activar el fascismo de los otros. Esa pasión que Sollers señala en Céline es una manera brutal de salir de la norma. Céline explicita un fascismo que habita secretamente en su auditorio. Manifestarlo se parece demasiado a dejarlos desnudos, a llevarlos al abismo del ridículo, ya que existe la posibilidad de que se trate de una broma, de un modo de hablar del nazismo desde la parodia, desde la peligrosa identificación. Reconocerse como antisemita es una manera de sacar el Mal de la vitrina donde parece encerrado y convertirlo en un objeto tangible y contagioso. Ir hacia Céline se parece a la posibilidad de desaparecer en él, de no reconocerse.

La tentación en la que cae Sollers es la de pensar a Céline como un escritor total, que abre las compuertas de la literatura francesa a una sonoridad que despabila. El estilo como una máquina capaz de trasformar cualquier ideología, de hacer del nazismo una metáfora, el sacrificio de ese héroe malogrado que es Céline. Si el escritor es una figura molesta, su antisemitismo es la manera que encuentra de irritar, de darle corporalidad al Mal hasta correr el riesgo que adquieran su nombre y su cara. Sollers atraviesa la osadía de pensar que esa transgresión es la que convierte a Céline en una figura descollante. El protagonista no se amedrenta, se abraza a esa noche que no tiene regreso y la convierte en la materia de una obra literaria que se desentiende de los panfletos de su autor.

De nada servirá un escritor biempensante y apocado en su modo de ver el mundo. Sollers encuentra en esa concordia una amenaza que silencia cualquier apasionamiento. Se enamora de una idea. Pensar el antisemitismo de Céline como una pasión puede presentarse como un recurso fascinante pero tal vez atrapa a Sollers en un error. Como el héroe de una tragedia capturado por la desmesura, Céline sería alguien que no puede pensar, ciego ante el destino. Alcanzado por un rapto de locura, como si un rayo lo hubiera transformado en un demente, Céline se vuelve a los ojos de Sollers el chivo expiatorio, el exiliado que debe huir de Francia hacia Copenhague acorralado por las amenazas, acusado de traición a la patria, sometido en la cárcel danesa a una tortura demasiado parecida a la que padecen en ese mismo momento las víctimas de los campos de concentración.

Es verdad que el antisemitismo de Céline es demasiado deliberado como para no encerrar en sí mismo una trampa, si se lo compara con Martin Heidegger, aun con su rectorado en la Universidad de Friburgo y sus observaciones sobre la belleza de las manos de Hitler, Céline es un bufón vociferante que contrasta con el modo lúcido en que su literatura supo contar el horror. Pero no alcanza con enfrentar a Céline con un racimo de escritores políticamente correctos que producen una literatura insípida, carente de crítica y que se refugian en la partitura progresista. La confrontación existe pero la acción de Céline entra en tensión con su obra al límite de llevar a que esa soga que equilibra cada extremo se desgarre entera. Su literatura no puede borrar su adhesión a una ideología que hizo de la supresión del otro una herida que destrozó al sujeto para siempre.

Sollers construye un edificio de palabras fabulosas que se sostienen en la lucidez de una verdad que obliga al lector a volver a Céline para liberarlo de su antisemitismo y descubrirlo como un autor que va más allá de sí mismo, dejando fisuras en sus propias palabras, pero no puede evitar disculpar a Céline al zambullirlo en el mar de una culpa colectiva, al dibujarlo como un exiliado de las letras que despierta un odio asombroso, alimentado del mismo monstruo que se intenta combatir.

El Céline editado por Paradiso es una recopilación de variados artículos que Sollers publicó en diferentes medios y editoriales francesas desde los ’60. En la repetición de algunas frases se nota la persistencia de haber convertido el caso Céline en una militancia personal. El libro apela a un lector conocedor de Céline a quien brinda provocadores argumentos para la discusión.

Céline es el personaje que encarna lo mejor y lo peor de una época, el reflejo donde conviven las imágenes de la barbarie con sus víctimas y verdugos. Se convierte, así, en uno de sus personajes, tocado por la guerra que habla en el idioma de los cadáveres.

Nota madre

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