› Por Oliverio Coelho
Entre jóvenes escritores, a principio del milenio, recuerdo que la figura de Saer poseía un magnetismo generado en parte por la distancia y en parte por la tenacidad de sus posiciones literarias y la autonomía de sus libros. Era un espectro venerado y a la vez una figura canonizada. Que hubiera cultivado como pocos un territorio propio lo volvía extremadamente argentino, pero también un modelo de escritor latinoamericano alternativo a los figurones del Boom. En torno de él circulaban anécdotas vinculadas con su vida bohemia en Santa Fe y los casinos. En el 2002 recuerdo que pude componer mi propia versión de esa figura. Saer accedió enseguida a que con unos amigos lo entrevistáramos en el bar de un hotel que quedaba frente a su casa, en la Gare Montparnasse. Contra lo que imaginamos, el encuentro se extendió varias horas.
Me quedé con la impresión de haber tratado a un escritor a salvo del cinismo, que miraba a sus interlocutores con una simpatía voraz, disfrutaba del diálogo y abordaba cuestiones literarias a partir de problemas de la filosofía. En principio, esto mismo me conmovió –y esta conmoción no está exenta de una pizca de melancolía ante su muerte, inesperada, en el 2005– a lo largo de Papeles de trabajo y II. En un pasaje se revela “más discípulo de Heidegger que de Robbe Grillet” y creo que en esto hay más una declaración de principios que un deseo delator.
Pasaron los años, la obra de Saer no dejó de reacomodarse y una luz lateral –la que procede de sus Papeles– permite ver en crudo, hoy, rasgos que el estilo antes matizaba. Al menos en mi caso, esa luz lateral habilita maniobras y manías: anudar biografía y asuntos literarios, borradores y versiones finales, poesía y aforismo. Es decir, tener una versión de Saer portátil y caprichosa. Se me hace que los dos volúmenes de Papeles pueden encontrar más atención en el lector venidero de Saer que en sus estudiosos. Pueden no aquilatar la obra de Saer, ni sumar nada nuevo al ciclo novelístico que se cerró con la publicación de La Grande, aunque si consideramos que los borradores y las notas no son parte de la obra sino un registro de lo que la literatura hace con la intimidad de un escritor —acá el autorretrato se confunde con el imaginario del autor—, podemos seguir en Papeles el testimonio puntual de una transformación. Un mapa genético en el que vitalidad y escritura se relevan. Cada cuaderno de los que componen cada volumen, gracias al trabajo de Julio Premat y su equipo, es una huella de esa lenta metamorfosis que empieza en su primer libro de cuentos, En la zona, y culmina en su novela póstuma, La grande. También se suceden paisajes –Santa Fe y París–, gramáticas e idiomas privados que encuentran su paroxismo en la frondosidad de citas.
Algunos pasajes de estos papeles podrían incluirse entre lo más original de la narrativa de Saer. Son evocaciones descarnadas en las que el escritor, como un voyeur de sus propias pasiones, se detiene en su pulsión por el juego, especula y toca fondo. Ahí el interior del escritor absorbe el vacío del jugador. Es que el jugador devastado, a fin de cuentas, ha entrenado al escritor en las características del deseo omnipotente para que haya una sucesión. En el segundo tomo de Papeles, la conciencia de esa transición motiva páginas ineludibles para cualquier devoto de Cicatrices. Estas páginas también sintetizan eso que no muta en la composición de la memoria: la tierra natal, ese territorio extremo que Saer transitó hasta último momento.
Hace dos semanas, Oliverio Coelho participó de la presentación de Papeles de trabajo II junto a Martín Kohan y Alan Pauls.
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