Dom 23.06.2013
libros

La ficción del matrimonio

› Por Rodrigo Fresán

Con la perspectiva que ya dan ciertos años, podría teorizarse que las tres novelas publicadas hasta la fecha por Jeffrey Eugenides (Detroit, 1960) son diferentes variaciones apoyadas sobre la partitura implacable de un aria inevitable: la de la elección trascendente que acabará componiendo la melodía definitiva de toda una larga vida o hasta de esa muerte breve en la que, en ocasiones, recién se entienden las notas que vinieron sonando durante décadas. Así, una y otra vez, ¿qué elegir?, ¿esto o aquello?, ¿ahora o más tarde o nunca? Y si en Las vírgenes suicidas (1993) las trágicas y adolescentes y muy bronteísticas hermanas Lisbon acaban optando por la autoeliminación como punto de partida para un mito que suplantará a vidas inocurrentes; y en Middlesex (2002, ganadora del Pulitzer) el/la hermafrodita Cal “Calliope” Stephanides se veía obligado a decidir entre un sexo y otro para así poder componer la música de su futuro, en La trama nupcial lo que se juega es uno de los grandes motivos –sinfónico o de cámara– de la literatura universal y, muy especialmente, de las grandes novelas decimonónicas. A saber, a silbar mientras se camina por las habitaciones de la casa de la ficción, con el paso leve pero decidido de una doncella supuestamente insegura: ¿debo casarme? Y, de ser afirmativa la respuesta, con cuál de mis muchos pretendientes. Y a continuación –y dependiendo de la audacia del autor o de la autora de entonces–, ¿será conveniente que además de contraer esposo vaya pensando en cuál modelo de amante es el que mejor me queda?

Eugenides recorre todas estas firmes dudas en la figura de la joven ingénue fin de milenio Madeleine Hanna. Algo así como una muy delicada y casi encubierta aproximación posmoderna a la novelística sentimental, preguntándose si en el altar se consagra o se sacrifica. Alguien que –a principios de los ’80 del siglo pasado, lo que ya se lee/suena a período clásico y lejano y entrañable cortesía del talento de su creador– pasea por un campus universitario el proyecto de una tesis sobre las maneras del abordaje amoroso en las novelas de Jane Austen (que acostumbran terminar en boda) y George Eliot (que suelen empezar en boda).

A su alrededor, en el por entonces muy cool campus de la Brown University (al que asistió lo más granado de la actual literatura Made in USA, Eugenides incluido), todo es Barthes y Lyotard y Derrida y percusivas canciones de Talking Heads con títulos como “The Book I Read” y “Love Goes to Building on Fire”. Y, allí, ese “edificio en llamas” que es el cuerpo y el alma de Madeleine recibiendo las por momentos asfixiantes y abrasadoras atenciones de dos dedicados y románticos bomberos pirómanos del amor: el brillante pero bipolar e imprevisible Leonard Bankhead (como el rocker Richard Katz en Libertad de Jonathan Franzen, tal vez inspirado o no en David Foster Wallace) y el responsable y espiritual Mitchell Grammaticus (que comparte más de un dato con Eugenides, como su stage místico junto a la Madre Teresa de Calcuta). ¿Con cuál de ellos quedarse?, se inquieta a la vez que –un tanto histérica– se divierte Madeleine sin nunca perder de vista que quedarse es un verbo ambiguo y traicionero. Aquel “Lector, me casé con él” en las últimas páginas de Jane Eyre es, claro, una tentación. Y siempre está el riesgo de acabar como la casi espectral novia perpetua Miss Havisham de Grandes esperanzas. Entre un extremo y otro, las delicias y pesares de lo que Proust definió como “las intermitencias del corazón” latiendo tanto en el pecho como en el cerebro muy activo de Madeleine.

Es entonces cuando Eugenides –compilador, en 2008, de la indispensable antología My Mistress’s Sparrow is Dead: Great Love Stories from Chekhov to Munro– se revela como seguro conocedor de semejantes incertidumbres y opta por un tercer modelo de gran hembra romántica que acaso es la culminación perfecta e insuperable de las heroínas de Orgullo y prejuicio y Middlemarch. Ese eslabón perdido entre las victorianas Elizabeth Bennet & Dorothea Brooke y la modernista Mrs. Dalloway pero tan fácil de encontrar que es la cercada por pretendientes Isabel Archer en Retrato de una dama de Henry James. Otra chica en una época bisagra que no sabe –y a elegir otra vez; y de sus dudas cierto desequilibrio entre tramos muy logrados y otras no tanto y algo tentativos– si lo que más le conviene es dar un paso adelante. O dar un paso atrás. O, tal vez, quedarse quieta y a ver qué pasa.

Y pasa de todo. Hasta alcanzar un último y luminoso diálogo en el que Madeleine –interrogada por Mitchell y con un Leonard casi desaparecido en acción– intuye una flamante posibilidad de cierre para un argumento instantáneamente clásico. Y –palabra final de la novela– un categórico “Sí” que no tiene por qué pronunciarse, necesariamente, siempre junto a un altar.

Lo que permanece –en otra muy buena novela, con todo lo que debería tener y no suelen tener los títulos más vendidos, de quien siempre arrastrará el estigma/bendición de haber debutado con algo a lo que no cuesta nada catalogar como perfección acaso insuperable– es, por encima de toda duda, el amor siempre fiel y nunca traicionero al género, a todas esas historias puestas en tinta sobre papel.

“Para empezar, mira todos esos libros”, es la primera oración –casi un rezo– de La trama nupcial.

Después, sin demora, mirar este otro.

Y leerlo.

Nunca se arrepentirán –tan amable y querible y deseable, hasta que la última línea los separe– de haberlo escogido a él.

Nota madre

Subnotas

  • La ficción del matrimonio
    › Por Rodrigo Fresán

(Versión para móviles / versión de escritorio)

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS rss
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux