Domingo, 17 de noviembre de 2013 | Hoy
I
La desmesura inconcebible, ese barco frente a tu ventana,
que hundió su ancla, de pronto, con el chasquido de un rumbo muy oscuro.
Te despertará algún día el chirrido de la cadena recogida,
pero ya se habrá marchado, tal como vino, entre gestos de niebla,
y vos mudo de asombro ante cualquier certeza, incluso la de irte.
Lo sabrás para siempre o, mejor dicho, desde siempre.
Por eso, no insistas: el mar no cabe en tu valija,
es el momento de guardar tu valija en el mar.
II
Y aún sigues ahí, ante el arrebato rojizo de las tejas,
como si la niebla se levantara del mar para que tu mano descorra la memoria,
pero no insistas, no hay más nombres que esas islas de dulce balanceo:
ningún mapa las registra sino el aire, el frescor del aire,
entre espumas y gaviotas y despedidas, aunque eterna es la mañana.
Hasta que el sol te ciegue los ojos para que veas
astillas de oro entre las sombras últimas.
Ahora sí, ahora es el momento.
III
Todas las mañanas tomás mate en la cocina de tu casa,
pero desde hace unos días encendés el fuego, tu pequeño fuego, en medio del mar.
Donde sea, las gaviotas chillan como si el ancla temblara en el barro más profundo.
A lo mejor hoy es el día, nunca se sabe, pero llueve como si lo fuera.
IV
Como siempre, llevas la navaja en el bolsillo izquierdo:
son formas primitivas del amor que todas las mañanas reverberan,
pero la sal, ya lo sabes, penetra más adentro que el filo de la hoja.
Ninguna marea, ni la más alta, basta para borrar una sola gota de sangre:
la memoria no es la herida, es siempre el mar.
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