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Domingo, 2 de febrero de 2014

UNA PLEGARIA POR SALMAN RUSHDIE

Cuando esta mañana me he sentado a escribir, lo primero que he hecho ha sido pensar en Salman Rushdie. Durante cuatro años y medio es algo que he hecho cada mañana, y en la actualidad constituye una parte esencial de mi rutina diaria. Cojo la pluma, y antes de comenzar a escribir pienso en mi colega que está al otro lado del océano. Rezo para que siga viviendo otras veinticuatro horas. Rezo para que sus escoltas ingleses le mantengan escondido de la gente que pretende matarle, los mismos que ya han matado a uno de sus traductores y herido a otro. Y, sobre todo, rezo para que llegue un día en que estas oraciones ya no sean necesarias, y Salman Rushdie pueda pasear por las calles del mundo con la misma libertad que yo.

Rezo por ese hombre cada mañana, pero, en el fondo, sé que también rezo por mí. Su vida está en peligro porque ha escrito un libro. Escribir libros es también mi oficio, y sé que los caprichos de la historia y la pura mala suerte podrían haber hecho que yo estuviera en su lugar. Quizá no hoy, pero quién sabe si mañana. Pertenecemos al mismo club: una secreta fraternidad de hombres y mujeres solitarios, enclaustrados y maniáticos que pasamos casi todo nuestro tiempo encerrados en pequeñas habitaciones luchando por colocar palabras en una página. Es una curiosa manera de vivir, y sólo una persona que no ha tenido alternativa lo elegiría como vocación. Es algo demasiado arduo, demasiado mal pagado, demasiado lleno de decepciones para que, de otro modo, alguien acepte este destino. Varían los talentos, varían las ambiciones, pero cualquier escritor digno de ese nombre dirá lo mismo: para escribir una obra de ficción, uno ha de tener la libertad de decir lo que piensa. Yo he ejercido esa libertad con cada palabra que he escrito, y también Salman Rushdie. Eso es lo que nos convierte en hermanos, y lo que me hace compartir su difícil tesitura.

No sé cómo obraría en su lugar, pero me lo imagino, o al menos intento imaginármelo. Con toda honestidad, admito que no estoy seguro de tener el valor que él ha demostrado. La vida de ese hombre está destrozada, y sin embargo ha seguido haciendo aquello para lo que nació. Obligado a cambiar de casa continuamente, sin poder ver a su hijo, rodeado de una escolta policial, ni un solo día ha dejado de acudir a su mesa para escribir. Como sé lo difícil que resulta incluso en las circunstancias más favorables, sólo puedo quedarme admirado ante lo que ha conseguido. Una novela; otra novela en proceso de escritura; diversos ensayos y discursos extraordinarios en defensa del derecho humano básico a la libertad de expresión. Todo esto ya es extraordinario, pero lo que más anonadado me deja es que, además de esa importante labor, ha tenido tiempo para reseñar los libros de los demás, e incluso ha escrito artículos para promocionar libros de autores desconocidos. ¿Es posible que un hombre en su posición sea capaz de pensar en alguien que no sea él mismo? Al parecer, lo es. Pero me pregunto cuántos de nosotros seríamos capaces de hacer lo que él en semejante situación.

Salman Rushdie lucha por su vida. Lleva casi media década luchando, y estamos tan lejos de hallar una solución como cuando se pronunció la fatwa. Al igual que tantos otros, me gustaría poder hacer algo para ayudarle. Aumenta la frustración, uno llega a desesperar, pero puesto que no tengo poder para influir en las decisiones de los gobiernos extranjeros, lo único que puedo hacer es rezar por él. Salman Rushdie lleva una carga por todos nosotros, y ya no puedo pensar en lo que hago sin pensar en él. Su terrible situación ha absorbido mi concentración, me ha hecho replantearme mis creencias, me ha enseñado a no dar nunca por sentada la libertad de que disfruto. Por todo eso, tengo con él una inmensa deuda de gratitud. Apoyo a Salman Rushdie en su lucha por recuperar su vida, pero lo cierto es que él también me ha apoyado. Quiero darle las gracias por eso. Cada vez que cojo la pluma, quiero agradecérselo.

(1993)

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