Dom 29.06.2014
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CORAJUDO (DOS HISTORIAS DE JAURETCHE)

› Por Aníbal Fernández

Por la ventana del café se filtra un sol tibio. El hombre mira sin ver, como si escudriñara el pasado. Las manos amplias, el bigote espeso bien recortado, las cejas tupidas que le dan esa imagen de búho viejo y sabio. Toma su café despacio. Los que lo rodean parece que esperaran algo de él. Arturo Jauretche calla.

En la mesa del costado, un pibe le lustra los zapatos a un “fifí” exageradamente atildado. De repente, se escucha un insulto y la mano del tilingo tira del pelo del “lustra”. La agresión se debe a que, al parecer, el pibe le ha manchado una media con pomada y el “cajetilla” ha decidido castigarlo por eso. Con una velocidad y un vigor extraños para un hombre de su edad, Jauretche se levanta y se va contra el tipo. La trompada se pierde en el aire pero la provocación llega certera: “¡Te voy a enseñar a respetar, hij’una gran puta...!”. El hombre se pone de pie en silencio y se va rápidamente. Jauretche, que ha caído sobre la mesa por el impulso, se recompone. Se arregla el saco, ajusta su corbatín y vuelve a su café mientras masculla: “Se nota que estoy viejo, si ya no puedo pegarle a un malandra”.

***

El imaginario cultural suele representar a los intelectuales como individuos blandos, miopes, despistados y descuidados en su aspecto. Los actuales “nerds” son una extensión de este estereotipo. Otra condición que les endosan es la de ser timoratos y asustadizos, cuando no, sencillamente cobardes. No fue el caso de Arturo Jauretche, acaso por ser el paradigma del “intelectual criollo” y, por lo tanto, no tener nada de “afrancesado”, como se decía. Un varón duro, un hombre de esos a los que no se los puede arriar con un palito. Con más carácter que palabras... y eso que se lo distinguía por ser un buen orador.

La historia lo recordará siempre por sus polémicas. Pero seguramente no hará mención a que, para mantener esos debates, había que tener alguna cosa más que conocimiento histórico y convicciones. Sus ideas no eran precisamente amables y su forma de discutir distaba mucho de las formas diplomáticas.

Jauretche tenía coraje. Una valentía que lo excedía. Una bravura que seguramente estaba anclada en su adolescencia; en su dura vida de muchacho de campo, criado en los valores del honor... incapaz de aguantar una injusticia.

Es 1971, es el 15 de junio y hace frío. Y la madrugada parece más helada todavía en esa quinta perdida en la inmensidad todavía despoblada del Gran Buenos Aires. Los hombres tienen largos sobretodos oscuros. El día recién comienza a clarear cuando los duelistas se ponen espalda contra espalda.

Unas semanas atrás, Arturo Jauretche ha escrito una dura columna en el diario La Opinión. Duda de la honestidad de las razones por las cuales el general Oscar Colombo, ministro de Obras y Servicios Públicos del gobierno de Alejandro Agustín Lanusse, ha desplazado al coronel Manuel Raimundes, secretario de Energía y administrador de YPF quien, a juicio del periodista, cuidaba con notable vocación el petróleo argentino.

En su artículo, Jauretche realiza una serie de cuestionamientos a las razones del ministro para ese cambio y éste, ofendido, le envía sus padrinos para retarlo a duelo. Una antigualla, un anacronismo pretencioso del militar que Jauretche acepta a pesar de tener edad para eximirse del compromiso –el Código de Honor rige para quienes no tengan más de 65 años y Jauretche había superado los 70–. Ernesto, sobrino de don Arturo, y Rodolfo Galimberti se ofrecen para suplantarlo. Jauretche los saca como rata por tirante y elige a sus padrinos: uno de ellos, el Bisonte Oscar Alende, todavía dirigente de la Unión Cívica Radical Intransigente (Ucri).

Es precisamente Alende quien convence a Jauretche de que el duelo sea con pistolas a pesar de que el general había ofrecido sables, lo que significaba una ventaja extra para Colombo, más joven y entrenado en esgrima.

El frío no cede. Los duelistas se abrochan el cuello de sus abrigos para evitar que el blanco de sus camisas sirva de guía para el disparo. Dan los respectivos diez pasos, giran y disparan. Ninguno de los dos acierta. En silencio. Sin reconciliación. Cada cual se va por su lado. Los padrinos asegurarán, después, que ambos tiraron a matar.

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