› Por Juan Carlos Kreimer
Un alumno de una escuela nocturna, interpretado por Carlos Carella, le pregunta a la maestra: “Si la Tierra es redonda y gira permanentemente... ¿por qué no nos paramos nosotros arriba y obligamos a los europeos y norteamericanos a caminar cabeza abajo?”. Norberto Galasso recordó esta escena de la película El rigor del destino, de Gerardo Vallejo, cuando le pedimos con Nerio Tello que nos supervisara el original de Pensamiento nacional para principiantes. La cosmovisión de Jauretche hace pie en esa imagen, siguió Galasso. Lo nacional es simplemente lo universal visto por nosotros, abordar los problemas viendo el mundo desde aquí, desde nuestras propias especificidades.
Nunca había evaluado hasta qué niveles el “desde” qué lugar observamos, es capaz de determinar el destino de ese lugar y el de su gente. Algo similar pasa con las palabras que usamos para nombrar determinados hechos. El uso de la palabra “descubrimiento” referido al desembarco europeo del 12 de octubre de 1492, implica aceptar el punto de vista de los descubridores. Del mismo modo, tendemos a ver el planeta desde una convención creada en un observatorio británico que hace pasar el meridiano cero por un suburbio londinense. Desde esa óptica, hacia un lado es Oriente, hacia el otro, Occidente; y allá abajo, los suburbios del mundo. Nosotros, los países soberanos; ustedes los países sin historia (o ignorada por nosotros), nuestras colonias.
Esa perspectiva imperial –el pensamiento colonial ocupando el lugar del pensamiento nacional– coloniza la mente de los colonizados –económica, política y culturalmente–, y nos hace ver la globalidad con los ojos de los así llamados países centrales, no desde el lugar donde apoyamos los pies. Independientemente de los usos, abusos y desusos que se puedan hacer de estas ideas originadas en el sentido común, las formulaciones de Jauretche, sus lecturas de la realidad y, en especial sus pedidos de que nos “avivemos” de una vez por todas, constituyen la base más sólida sobre la que se puede empezar (o volver, si tomamos algunos contados ejemplos de nuestra historia) a “pensar en nacional”.
Quizá, para algunos, como perspectiva puedan parecer anticuadas e insistan en que es imposible vivir aislados, nos quedaríamos muy atrás (Jauretche agregaría este argumento a su lista de zonceras criollas). No “pensar en nacional” nos ha colocado en una condición de inferioridad y, al mismo tiempo, afianzó nuestra dependencia. Dependencia al modelo que nos tiene a su servicio, cabeza abajo y en el mejor de los escenarios nos tira algunos huesitos electrónicos para hacernos creer que formamos parte de esa globalidad. A la fórmula materias primas + mano de obra barata ahora le han sumado otro término: carne de mercado, y por no quedar afuera más que por necesidad, compramos sin parpadear.
Hoy, que el mundo se cae a pedazos, las zonceras argentinas que con tanta sensatez contabilizó Jauretche deberían devolvernos a las reflexiones más básicas. A las que a lo largo de la historia de la humanidad hombres y mujeres nos hicimos cada vez que pudimos sacar la mirada de lo inmediato: el sentido de la vida, el amor, el odio... Para qué hacemos lo que hacemos, qué estamos sembrando, ¿un crecimiento basado en el consumo? ¿Consumir para que se pueda seguir produciendo?
En lo colectivo, salirnos de esa rueda para hamsters produce temores similares a los que percibe cualquier empleado que abandona (o quiere abandonar) la dependencia: fin de la sensación de protección que da estar bajo el ala de quien da trabajo y asegura la paga mensual. Los que atravesamos esa barrera y pasamos a ser autónomos sabemos que la realidad se ve distinta de un lado y del otro. Y que exige, primero, un reajuste mental: olvidarse de la seguridad (relativa) del salario y aprender a contar y arreglártelas solo con esto: lo que hago, lo que obtengo, lo que doy...
Sustraernos por un instante del concepto de crecimiento económico, considerado la madre de todos los crecimientos, y volver a la idea del trabajo como un don hace que la relación misma con el trabajo sea lo que modifique las reglas. Dejar de pedirle al trabajo que nos dé y darle lo mejor de nosotros. Esto crea una energía imparable, que unifica a quienes lo practican e imprime a lo que se haga un sentido mayor que el meramente productivo.
Tal vez lo que Jauretche, Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui y tantos que les pusieron (y ponen) el cuerpo a estas ideas quieren decirnos es que sólo “desde” esta actitud de servicio podemos recuperar la fuerza –la dignidad– necesaria para descolonizarnos mentalmente, construir la unidad que nunca logramos como país (salvo en los mundiales de fútbol) y abandonar la zoncera-paradigma: que “lo nacional” de los países dominantes “es” lo universal. No. Pensar en nacional significa ver a los demás países y relacionarnos con ellos, desde nuestra perspectiva, nuestras necesidades, nuestros potenciales.
No llegar a ser como ellos por parecernos sino por animarnos a explorar, desarrollar y ser felices llevando adelante lo que nos ha sido dado. En un mundo patas para arriba, quién no te dice que desde esa posición podamos volver a levantar la mirada más allá de una buena cosecha.
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