Dom 20.07.2014
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> FRAGMENTOS DE DIARIOS POR ABELARDO CASTILLO

OCTUBRE 16, 1957

Recuerdo cómo me atraía el ajedrez, de qué modo llegó a ser imprescindible para mí. Como ahora en torno a la literatura, mi vida giraba alrededor del ajedrez. Al acostarme, reproducía mentalmente las partidas jugadas durante la noche y me era imposible apartar el pensamiento de las piezas. Aun hoy creo que podría escribir la partida que acabo de jugar, sin mirar el tablero, sin recurrir más que a mi memoria, pero esto ya no tiene valor. Antes, en cambio, no hubiera podido dormirme sin hacerlo. Mañana despertaría recordándola. Había noches en que, infructuosamente, trataba de desviar mis pensamientos hacia otras cosas y me resultaba imposible. Veía escaques y piezas, saltos de caballo y, al dormirme, las movidas se mezclaban con los hechos de la vida real, una mujer a salto de caballo, en un vagón de tren, dos hombres que cambiaban de lugar como un enroque, de alguna manera mágica y absurda. En ocasiones temía enloquecer. Cualquiera que conozca bien este juego lo sabe por experiencia propia.

AGOSTO, 1963

Esta noche, de pronto, comprendí la muerte. Seguramente algún día podré escribir esto. Un automóvil atropelló a Vicente (Vicente Battista). Ibamos a pie, hablando por la ruta a La Plata. Sentí, simplemente, un ruido; un flop y seguí hablando. Vicente no estaba al lado mío: apareció diez o quince metros delante. Fue en el aire esos diez o quince metros como un trapo y yo no había dejado de hablar. Luego, cuando lo vi, pensé: Está muerto (antes pensé que el coche nos había atropellado a los dos). Ahora está en el hospital, no sé si vivirá. Tiene conmoción cerebral, y seguramente la espalda rota. El coche lo tomó (nos tomó) por detrás; lo ha de haber levantado, al golpearlo, haciéndolo rebotar contra el capot. Ahí fue cuando dio con la cabeza en el auto y salió disparado hacia adelante, en el aire. Algo me tocó la cara en el momento del flop; pudo ser la ropa, un brazo, la muerte, un vidrio del coche. Debo escribir esto: ahora sé por qué debo estar preparado, somos inermes, quebradizos, frágiles e irrisorios. Si Vicent se muere, su vida no tuvo sentido. Sus siete cuentos. Dios mío.

La muerte no es una abstracción. Ese coche yo lo viví, antes simplemente lo había escrito. Ese coche no me mató por azar.

HOJAS SUELTAS, 1965

Leí en una revista que la antología donde se publicó mi cuento encabeza la lista de libros más vendidos. Como no me lo habían enviado, fui a la editorial a buscar un ejemplar. Ahí me entero de que el libro todavía no estaba distribuido. Prueba más bien elocuente de cómo se manejan los éxitos editoriales en nuestro país.

Conseguí de todas maneras un ejemplar. La introducción a mi cuento es terrible. Me hacen decir que Borges es un “pobre viejo”. Lo que yo dije es que es un hombre viejo, y lo que pienso (lo haya dicho o no) es que es el mayor prosista de nuestra lengua. Me encuentro diciendo que “Sabato tiene nivel internacional”. Por supuesto que lo tiene. Yo creo que Sobre héroes y tumbas es una gran novela en cualquier idioma, pero nunca pude haber empleado un giro semejante. Tampoco opuse Sabato a Borges. Eso es de “la chiquita de los techos”.

“Chiquita de los techos” porque (me contó Ernesto) en su adolescencia, como estudiante, andaba siempre por los techos huyendo de la policía. Tiene un gran sentido del humor. Es casi la única persona que se atreve a contradecir a Sabato en su presencia, y hasta reírse de él cuando se pone solemne o dramático, sin ser calificado de canalla.

Mucha de la gente que rodea a Ernesto es de una obsecuencia intelectual que abruma. ¿Cómo lo permite?

SOBRE EL “MARTIN FIERRO”, 1971

Dejar sentado en la respuesta que juzgo al Martín Fierro el libro menos mortal que se ha escrito en nuestro país, para poder agregar sin remordimiento que no veo en su personaje ningún modelo arquetípico, ni racial, ni nacional. Fierro, por más retórica patriótica que acumulen sus exégetas nacionalistas, es lo menos parecido a un prócer o a un espíritu tutelar encarnado. Imaginar que su historia es una parábola o una alegoría de la Patria me parece tan gratuito como imaginar que Raskolnicov o Hamlet, sus destinos, cifran “el alma eslava” o “el espíritu inglés”. Fierro es un gran personaje y es argentino (qué duda cabe), y el libro en totalidad es una obra maestra, sin necesidad de estas demagogias y patrioterías. Por supuesto no creo, como cree Borges, que sea “un cuchillero del ’70” –hay algo desdeñoso en este giro, que impide, por defecto, ver a Fierro, del mismo modo que la otra descripción lo desdibuja por exceso–, como no creo que Raskolnicov sea un estudiante ruso de fin de siglo, hachador. Todo personaje es algo más que su descripción o su nacionalidad. ¿Don Quijote es lo español? Quizás a los españoles les haga bien creerlo, pero entonces Sancho, ¿qué es?

CORTAZAR (1973)

Este año (1973) he conocido personalmente a Cortázar, de la manera más insospechada y cómica. Una mañana, a eso de las nueve y media, me llaman por teléfono y una voz grave me pregunta si ésta es la casa de Abelardo Castillo. Yo le digo que sí, en bastante mal tono porque estaba medio dormido, quizá me había acostado dos horas antes. La voz me dice: “Le habla Julio Cortázar”. Y yo, con absoluta indiferencia: “Ah, sí, qué bien”. Esto sólo es explicable por esa manía tan nacional de sospechar que si una voz en el teléfono nos dice que habla Julio Cortázar sólo puede tratarse de una broma. Supuse que era Athos Barbieri o algún amigo de San Pedro que, cuando me oyera contestar: “¡Ah, Cortázar!, pero cómo le va, qué sorpresa”, iba a decir: “Así que a Cortázar lo atendés de mañana y con nosotros te hacés el raro...”. La voz, un poco cortada, me dice: “Pero, ¿hablo con la casa de Abelardo Castillo?”, y en el “pero” y en el “Abelardo” noté el gangoseo típico de Cortázar, que pronuncia la “r” a la francesa; no podía ser Athos ni mucho menos mis amigos ajedrecistas quienes, hablando en general, no son lingüistas tan refinados como para reparar en detalles fonéticos. Le digo: “Pero, quién habla”. “Cortázar”, me dice Cortázar. Vuelvo a notar la “r” francesa y le digo que me perdone, que estoy medio dormido, me acuesto muy tarde, estoy durmiendo con mi novia, qué sé yo qué disparates. O eso de decirle que estaba durmiendo con Sylvia sucedió más tarde, cuando volví a pedirle disculpas personalmente. El hecho es que Cortázar quería conocerme, lo que viene a ser algo así como el mundo puesto al revés, Julio Cortázar en la Argentina, yo que ni siquiera me había enterado y él que quería verme a mí. Le propuse encontrarnos donde él quisiera, y él mismo dijo de venir a casa. Le pregunté si podía invitar a algún integrante del Escarabajo. Me pidió que no hubiera demasiados, porque los argentinos hablábamos muy alto y ya estaba desacostumbrado a nuestros decibeles. Sylvia recuerda que cuando yo le comenté a Cortázar que estaba durmiendo con mi novia, él dijo: “No hay nada más lindo que dormir con la novia”. Cortázar vino a casa esa tarde. Cuando lo atiende Sylvia, ocurrió un mínimo milagro. Estábamos oyendo jazz, a Charlie Parker, pero por pura casualidad. La radio del escritorio estaba prendida, no era un disco nuestro. El dijo: “Qué linda música”, como si nos agradeciera algo. Yo le dije que no, que no era una grabación nuestra, era algo mucho más extraordinario. Era la radio, como si la radio, cuando él entró, se hubiera puesto a tocar por su cuenta el saxo de Charlie Parker. No le pareció asombroso, más bien le pareció natural. En su literatura se nota que estos pequeños milagros le parecían naturales.

Más tarde llegaron Liliana Heker, Bernardo Jobson, uno o dos más. Lo que nos asombró esa primera tarde fue no encontrar en Cortázar el humor de sus libros, el de Cronopios o de algunos capítulos de Rayuela. Me pareció un alto señor muy serio, casi circunspecto, muy tímido, que hablaba en voz baja y, que cuando se reía, se tapaba la boca con la mano. Hablamos muy poco de política. El mismo confesó no entender mucho del tema. Apoya a Cuba, a Nicaragua, al movimiento obrero argentino y a los movimientos de liberación por razones viscerales, aunque ésta no es del todo la palabra. No da la idea de ser un hombre visceral. Sus razones políticas son más bien impulsos éticos. Da toda la impresión de creer, sin pudor, en lo sobrenatural: cuando habla de vampiros, cruza los dedos. Cuando habla de los cronopios los describe como a objetos o seres reales: los vio por primera vez en un teatro, él estaba en un palco y de pronto los cronopios bajaban de alguna parte. Y, cuando lo decía, hacía el gesto de cronopios bajando y los seguía con la mirada. En esos momentos, impresiona un poco. Elogió el sentido del tiempo en la narrativa de Vargas Llosa, pero pareció asombrado por su falta de humor. Me dijo que una vez fueron juntos a ver una de las grandes películas de Chaplin, no sé si no era El pibe, y que Vargas Llosa no se rió ni se conmovió ni le encontró mérito de ninguna clase. Yo me callé la observación de que, aparte de falta de humor, eso me parece, más bien, un grave defecto moral. No habló mal de ningún escritor argentino, cosa muy rara entre escritores argentinos, aunque yo creo que, en parte lo hace, o lo hizo, por una especie de astucia candorosa, no por las mismas razones por las que Marechal no hablaba mal de nadie. Cortázar se cuida un poco, por su condición de argentino a medias. Es ambiguo y querible, sobre todo, pude comprobarlo, muy querible para las mujeres. Es altísimo, cerca de dos metros. Una combinación rarísima de gigante y de huérfano. Tiene casi sesenta años, barba absolutamente negra, pelo negro y tupido; parece un hombre de treinta que se ha dejado crecer la barba para parecer mayor. Hasta que nos reencontramos, esa misma noche o alguna otra, no lo oímos reír. Estaba entusiasmado por recorrer “el barrio de los piringundines”, en la calle 25 de Mayo, y nadie se animaba a decirle que a estas alturas ya no había tantos piringundines como él recordaba, pero igual nos fuimos a caminar por la calle 25 de Mayo, por Alem, a tomar vino y a comer en algún bodegón del Bajo. Y ahí sí, ahí apareció el verdadero Julio Cortázar. Después de unos vasos de vino, el humor de Cortázar es irrefrenable. Está hecho de cosas mínimas, como las que a veces pone en sus libros. Contó una miniatura inolvidable. No sé si en Villa Crespo o en Flores, o tal vez en Banfield o en alguno de los pueblos donde vivió, había una profesora de Teoría y Solfeo, una de esas señoritas mayores un poco mamarrachos, un poco patéticas. Esta mujer tenía unas tarjetas de presentación donde decía:

Fulana de Tal
Profesora de Piano, Teoría y Solfeo
y abajo, en letra muy chiquita, casi invisible:
Se vende un arpa usada.

Esa primera noche, en la puerta del departamento en que paraba, me llevó aparte y me preguntó, no sin cierto misterio, cuándo había escrito yo “Los ritos”.

Se lo dije. Movió la cabeza aprobatoriamente, sin comentar nada.

MARECHAL, 1976

Si quiero volver a escribir con seriedad, debo olvidarme de que tengo un buen oyente a mano. Ahora, por fin, lo comprendo a Marechal. El le ocultaba a su mujer (y a todo el mundo) sus ideas, las trabajaba, o dejaba que lo trabajaran, a solas. La exageración de Leopoldo es que se negaba a leer sus cosas hasta que prácticamente ya estaban impresas. Tal como soy yo, que me acerco a mis propias palabras con tanteos, retrocesos, angustias, eso sería peligroso. Yo necesito y debo confrontar, consultar, tachar y modificar. Pero para que este método (o desdicha o manía) sea realmente creador, debo esperar a tener muy pero muy claro lo que me propongo escribir: desde el tono hasta el conflicto, los personajes, el número aproximado de páginas.

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