Domingo, 28 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Mason Currey
(1875-1955)
Mann siempre estaba despierto antes de las ocho de la mañana. Después de levantarse bebía una taza de café con su esposa, se daba un baño y se vestía. Luego, a las nueve, Mann cerraba la puerta de su estudio y se hacía inaccesible a las visitas, las llamadas telefónicas o la familia. Los niños tenían estrictamente prohibido hacer ruido alguno entre las nueve y el mediodía, las principales horas de Mann para escribir. Era entonces cuando su mente estaba más fresca, y Mann se presionaba tremendamente para encajar su escritura en aquel lapso. “Cada pasaje deviene un ‘pasaje’”, escribió. “Cada adjetivo una decisión.” Todo lo que no llegara antes del mediodía tendría que esperar hasta el otro día, de modo que él se obligaba “a apretar los dientes y avanzar poco a poco”.
Habiendo concluido un inmenso trabajo matutino, Mann almorzaba en su estudio y disfrutaba de su primer puro; fumaba mientras escribía, pero se limitaba a doce cigarrillos y dos puros diarios. Luego se sentaba en el sofá y leía diarios, publicaciones periódicas y libros hasta las cuatro de la tarde, cuando regresaba a la cama y dormía una siesta de una hora. (Una vez más, los niños no debían hacer ruido alguno durante esta hora sagrada.) A las cinco, Mann volvía a reunirse con la familia para tomar el te. Luego escribía cartas, reseñas o artículos periodísticos –trabajo que podía ser interrumpido por llamadas telefónicas o visitantes– y salía a dar un paseo antes de cenar a las siete y media o las ocho. A veces la familia recibía invitados a esa hora. Cuando no era así, Mann y su esposa se pasaban la noche leyendo o escuchando discos de gramófono antes de retirarse a sus habitaciones, separadas, a medianoche.
(1869-1954)
“Básicamente disfruto de todo: no me aburro jamás, dijo Matisse a un visitante en 1941, mientras le enseñaba su estudio en el sur de Francia. Después de mostrar a su invitado su espacio de trabajo, sus jaulas con aves exóticas y su invernadero lleno de plantas tropicales, calabazas gigantes y estatuillas chinas, Matisse le habló acerca de sus hábitos de trabajo.
“¿Entiende usted ahora por qué jamás me aburro? Durante más de cincuenta años he trabajado sin parar ni un instante. Desde las nueve hasta el mediodía, primera sesión. Almuerzo. Luego echo una siestita y vuelvo a coger mis pinceles desde las dos de la tarde hasta la noche. Usted no me lo va a creer. Los domingos tengo que inventar toda clase de cuentos para las modelos. Les prometo que será la última vez que les rogaré que vengan y posen ese día. Naturalmente, les pago el doble. Finalmente, cuando siento que no están convencidas, les prometo un día libre durante la semana. ‘Pero, Monsieur Matisse –me respondió una de ellas–, esto ya viene pasando durante meses y nunca he tenido una tarde libre, ¡Pobrecillas! No comprenden. No obstante, no puedo sacrificar mis domingos por ellas sólo porque tengan novio.”
(1921-1995)
La autora de thrillers con tanta carga psicológica como Extraños en un tren y El talento de Mr. Ripley era, en persona, igual de solitaria y misántropa que algunos de sus protagonistas. Para ella escribir era menos una fuente de placer que una compulsión, sin la cual se deprimía profundamente. “No hay vida real, salvo en el trabajo, es decir, en la imaginación”, escribió en su diario. Afortunadamente, rara vez le faltaba la inspiración, decía tener tantas ideas como orgasmos tienen las ratas.
Highsmith escribía a diario, usualmente unas tres o cuatro horas durante la mañana, llegando a completar dos mil palabras en un día bueno. El biógrafo Andrew Wilson documenta sus métodos: “Su técnica favorita para colocarse en el estado mental adecuado era sentarse en su cama rodeada de cigarrillos, cenicero, fósforos, una jarra de café, una rosquilla y un azucarero. Tenía que evitar todo sentido de disciplina y hacer del acto de escribir algo lo más placentero posible. Su posición, según ella misma comentara, era casi fetal y, de hecho, su intención era crearse un útero para sí misma”.
Highsmith tenía también la costumbre de tomarse un trago fuerte antes de sentarse a escribir, “no para animarse –señala Wilson– sino para reducir sus niveles de energía, que tendían a ser maniáticos. En sus últimos años, al volverse una bebedora consuetudinaria con una alta tolerancia, tenía una botella de vodka junto a su cama y tan pronto se despertaba marcaba en ella su límite para ese día. También fue una fumadora compulsiva durante gran parte de su vida, consumiendo un paquete diario de Gauloises. Era diferente con respecto a la comida. Alguien que la conoció recordaría que ‘nunca comió otra cosa que jamón, huevos fritos y cereales, todo esto a horas irregulares del día’”.
(1908-1986)
“Siempre tengo prisa por ponerme en marcha, aunque en general no me gusta empezar el día –dijo Beauvoir a The Paris Review, en 1965–. Primero tomo el té y luego, hacia las diez, me pongo a trabajar hasta la una. Luego veo a mis amistades y después de eso, a las cinco, vuelvo a trabajar y continúo hasta las nueve. No me resulta difícil retomar el hilo por la tarde.” De hecho, a Beauvoir rara vez le resultaba difícil trabajar; en todo caso, más bien sucedía lo contrario: cuando se tomaba sus dos o tres meses de vacaciones al año, comenzaba a aburrirse y a sentirse incómoda a las pocas semanas de estar alejada de su trabajo.
Aunque para Beauvoir su trabajo era lo primero, su cronograma diario también giraba en torno de su relación con Jean-Paul Sartre, que duró desde 1929 hasta la muerte de él, en 1980. Por lo general, Beauvoir trabajaba sola por las mañanas, y después se reunía con Sartre para almorzar. Por las tardes los dos trabajaban juntos en silencio en el apartamento de Sartre. Por las noches iban a cualquier evento político o social que hubiera en la agenda de Sartre, o al cine, o bebían whisky y escuchaban la radio en el apartamento de Beauvoir.
El cineasta Claude Lanzmann, quien fuera amante de Beauvoir desde 1952 hasta 1959, experimentó en carne propia este acuerdo. Así describió el inicio de su cohabitación en el apartamento parisiense de Beauvoir:
“La primera mañana, pensé quedarme en la cama, pero ella se levantó, se vistió y se fue a su mesa de trabajo. ‘Tú trabaja ahí’, me dijo señalando la cama. De modo que me levanté y me senté en el borde de la cama y fumé y fingí trabajar. No creo que ella me dijera ni una palabra hasta que llegó la hora de comer. Entonces se fue a ver a Sartre y almorzaron juntos; yo a veces me sumaba a ellos. Luego por las tardes ella se iba a la casa de él y trabajaban juntos tres, tal vez cuatro horas. Luego había reuniones, encuentros. Más tarde nos reuníamos para cenar y casi siempre ella y Sartre hacían un aparte y ella le daba su opinión sobre lo que él había escrito durante el día. Después ella y yo regresábamos y nos íbamos a dormir. No había fiestas, ni recepciones, ni valores burgueses. Evitábamos por completo todo eso. Estaba solo la presencia de lo imprescindible. Era una forma despejada de vivir, una simplicidad construida deliberadamente para que ella pudiera hacer su trabajo”.
(1902-1992)
Para el observador externo, Bacon parecía florecer con el desorden. Sus talleres eran ambientes extremadamente caóticos, con las paredes manchadas de pintura y unas pilas que llegaban hasta la rodilla de libros, pinceles, papeles, muebles rotos y otros desechos apilados sobre el suelo. (Decía que los interiores agradables paralizaban su creatividad.) Y cuando no estaba pintando, Bacon llevaba una vida de excesos hedonistas, consumiendo múltiples comidas fuertes al día, tremendas cantidades de alcohol, cualesquiera estimulantes tuviera a mano y, en general trasnochando y yéndose de juerga más que cualquiera de sus contemporáneos. Y sin embargo, como ha escrito su biógrafo, Michael Peppiatt, Bacon era esencialmente “una criatura de costumbres”, con un cronograma diario que varió poco a lo largo de su carrera. Pintar era lo primero. Por tarde que se acostara, Bacon siempre se levantaba al amanecer y trabajaba durante varias horas, usualmente hasta cerca del mediodía. Luego se extendía ante él otra larga tarde y noche de fiesta, y Bacon la aprovechaba a tope. Recibía a algún amigo en su estudio para compartir una botella de vino o se iba de copas a un pub, para después almorzar largo y tendido en un restaurante y luego seguir bebiendo de club en club. Al llegar la noche cenaba en un restaurante, hacía una ronda por los locales nocturnos, tal vez algún casino, y a menudo, en las primeras horas del día, volvía a comer en una fonda.
Al final de estas largas noches, muchas veces les pedía a sus tambaleantes camaradas que lo acompañaran a una última copa en su casa, según parece, para posponer su cotidiana batalla contra el insomnio. Bacon dependía de los somníferos y solía leer y releer libros de cocina para relajarse antes de irse a la cama. Aun así, dormía unas pocas horas cada noche. No obstante, la constitución del pintor era sobremanera resistente. Su único ejercicio era dar vueltas frente al lienzo y su idea de hacer dieta era tomar grandes cantidades de píldoras de ajo y evitar las yemas de huevo, los postres y el café, mientras seguía trasegando seis botellas de vino y dos o más copiosas comidas en restaurantes cada día. Pero aparentemente su metabolismo podía procesar este excesivo consumo sin embotar su lucidez ni engrosar su cintura.
Hasta la ocasional resaca era un impulso para Bacon. “A menudo me gusta trabajar con resaca –decía– porque mi mente chisporrotea de energía y logro pensar con mucha claridad.”
(1891-1980)
Siendo un joven novelista, Miller escribía con frecuencia desde la medianoche hasta el amanecer, hasta que se dio cuenta de que en realidad era una persona mañanera. Durante su estancia en París, al principio de la década de 1930, Miller varió su horario de escribir, trabajando desde el desayuno hasta el almuerzo y a veces hasta la noche. Pero al hacerse más viejo, comprendió que cualquier cosa después del mediodía era innecesaria y hasta contraproducente. Como dijera en una entrevista: “No creo en drenar las reservas, ¿entiende usted? Creo en levantarme y alejarme de la máquina de escribir mientras todavía tengo cosas que decir”. Dos o tres horas de la mañana eran suficientes para él, aunque recalcaba la importancia de llevar un horario regular a fin de cultivar un ritmo creativo diario. “Sé que para sostener esos auténticos momentos de lucidez uno tiene que ser muy disciplinado, llevar una vida disciplinada”, decía.
(1904-1991)
En 1939, ante el rápido advenimiento de la Segunda Guerra Mundial, Greene empezó a preocuparse por la posibilidad de morir antes de completar la que, estaba seguro, sería su más grande novela, El poder y la gloria, y dejando en la pobreza a su mujer e hijos. De modo que se puso a escribir otros de sus divertimentos –thrillers melodramáticos sin arte pero que él sabía que generarían dinero– mientras continuaba puliendo su obra maestra. Para escapar de las distracciones de la vida doméstica, Greene alquiló un estudio privado cuya dirección y número de teléfono no reveló a nadie salvo a su esposa. Allí se atuvo a un horario regular de oficina, dedicando las mañanas a la novela de suspense El agente confidencial y las tardes a El poder y la gloria. Para afrontar la presión de escribir dos libros a la vez, tomaba dos tabletas diarias de bencedrina, una al despertarse y otra al mediodía. Gracias a esto lograba escribir dos mil palabras tan solo por la mañana, en comparación con sus habituales quinientas. En sólo seis semanas, El agente confidencial estaba terminada y en camino de ser publicada. (El poder y la gloria tardó otros cuatro meses.)
Greene no sostuvo esta misma productividad (ni continuó usando drogas) durante toda su carrera. Ya pasados los sesenta, reconocía que, si antes se había exigido quinientas palabras diarias, ahora había rebajado la meta a doscientas. En 1968 un entrevistador le preguntó si era él “un hombre de nueve a cinco”. “No –respondió Greene–, válgame Dios, yo diría que soy más bien un hombre de nueve a diez y cuarto.”
(1596-1650)
Descartes se levantaba tarde. Al filósofo francés le gustaba dormir media mañana y quedarse en la cama, pensando y escribiendo, hasta las once más o menos. “Aquí duermo diez horas cada noche sin que me perturbe ninguna preocupación –escribió Descartes desde Holanda, donde vivió desde 1629 hasta pocos meses antes de morir–. Y después de que mi mente haya vagado en sueños por bosques, jardines y palacios encantados donde experimento todo placer imaginable, me despierto mezclando las ensoñaciones nocturnas con las diurnas.” Estas últimas horas matutinas de meditación constituían su único esfuerzo intelectual del día; Descartes creía que el ocio era esencial para todo buen trabajo mental y se ocupaba de no agotarse demasiado. Tras un almuerzo temprano, salía a caminar o se reunía con amigos para conversar; tras la cena, despachaba su correspondencia.
Esta confortable vida de soltero terminó abruptamente cuando, a finales de 1649, Descartes aceptó un puesto en la corte de la reina Cristina de Suecia quien, a los veintidós años, era una de las monarcas más poderosas de Europa. No está del todo claro por qué aceptó aquel nombramiento. Puede que lo motivara el deseo de reconocimiento y prestigio, o un genuino interés en modelar el pensamiento de una gobernante joven. En cualquier caso, resultó una decisión catastrófica. A su llegada a Suecia, a tiempo para uno de los inviernos más fríos que se recuerden, Descartes fue informado de que sus lecciones a la reina Cristina tendrían lugar por las mañanas... comenzando a las cinco de la madrugada. No tenía otra opción que obedecer. Pero aquellas horas tempranas y el frío espantoso fueron demasiado para él. Al cabo de un mes de seguir este nuevo horario, Descartes enfermó, al parecer de neumonía; diez días después estaba muerto.
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