› Por Claudio Zeiger
Pocos libros revelan el enorme poder de presión que ejerció sobre su cuerpo la masa energética que lo constituye y que lo entretejió –una energía terrible emanando del pasado y flotando aun en el presente– como Redacciones cautivas de Horacio González. Pocos. Por eso la primera sensación que transmite su lectura es la de estar frente a un texto-cuerpo, algo físico, ineludible, por momentos un obstáculo al que se querría sortear de alguna forma, lo que lejos de llevar al abandono, invita a la inmersión más profunda en una trama hipnótica en la que el director de un diario expropiado es obligado a crear otro que combata al suyo, un diario de los militares que pretenden hablar con los civiles, y, en ese juego, embarrar todo, dominarlo todo, devorarlo todo.
Pocos autores se habrían animado a meterse de lleno con lo que aún parece tabú tratar. No precisamente el “papel de los civiles” bajo la dictadura militar sino algo más específico y al mismo tiempo más ambiguo y vidrioso, como fue la vida cotidiana de los periodistas, los intelectuales y los escritores durante los años de esa dictadura. Los que sobrevivieron, por cierto. Discusión que, por ejemplo, excluye a Rodolfo Walsh y a Haroldo Conti pero no a Sabato ni a Borges, comensales de Videla, o a Hugo Ezequiel Lezama (autor de novelas y ensayos sobre guerra psicológica y director de Convicción, el diario que armó el almirante Massera para catapultar su carrera política), figura que resulta aun hoy bastante fascinante como para querer hacerlo partícipe de una novela y sobre la que sobrevuelan diferentes versiones, en primer lugar la de Claudio Uriarte en Almirante Cero (“sobre las ideas políticas de Lezama podrá pensarse lo que se quiera, pero, al igual que la mayoría de los gorilas civiles convencidos de la Revolución Libertadora, era a su manera un hombre de principios y una persona honesta”). También incluye a los periodistas que trabajaban en diarios como La Opinión, Clarín, El Cronista Comercial o el propio Convicción, a Papel Prensa y la televisión bajo el Proceso. Largo etcétera. Vaya tema. Vaya “materiales”. Y, sin embargo, bien lejos ha quedado el autor de la chicana, del dedito levantado contra este o aquel, de la novela en clave para los iniciados del oficio (definitivamente, como bien señala en su presentación María Pia López, no es una novela en clave). Si se mete con Lezama no es sólo –me parece– para discutir las versiones que de él circularon y dar la suya en tanto “personaje” intelectual (González parece sugerir que su aspereza de rígido nacionalista cruzado, soldado duro, sobrepasó la del dandy liberal de sobremesa) sino porque ahí está la marcación del límite, hasta ahí llega Redacciones cautivas en el terreno de los señalamientos. Y, también, porque esta es una novela formidable con algunas escenas y derivas imaginativas notables, se diría increíbles, y en una de ellas, el personaje de Julio Argentino Lezama Park (así se lo nomina) muere acribillado en medio de una interna militar en plena redacción (que queda adentro del lugar de cautiverio) cuando estalla la guerra de Malvinas, y cuando estalla la guerra se terminan los petardos de tinta que se tiran los dos diarios creados para el “debate de ideas”. Al infierno del cautiverio y la “colaboración” le sucede un momento autodestructivo apocalíptico. La dictadura se devora a sí misma y entonces la novela se abre a un cauce inaudito con pinceladas humorísticas (si bien distintos tonos de humor, hay que decirlo, recorren todo el libro de González aun en las peores condiciones) en el que su protagonista Joseph Albergare termina discutiendo casi línea por línea el prólogo del Nunca Más con Ernest Abadon. Y aun así, la polémica con Abadon y su teoría de los dos demonios es respetuosa y tolerante.
Pero el periodismo bajo la dictadura –no “colaborar” sino escribir notas y editoriales bajo una dictadura– es el corazón duro y secreto de este libro; y cómo abordarlo, tan lejos de cualquier vulgata militante, de la atracción por meterse con temas “difíciles” o de denostar el noble oficio de fatigar las redacciones. Lo que sucede es que este tema se cuela entre las metáforas del cautiverio, invade la realidad específica de aquellos prisioneros de campo que sí fueron obligados a “colaborar” con el diario de la Esma tal como se narra sin ambigüedades en Redacciones cautivas. La pregunta es, en todo caso, ¿por qué el destino de un periodista o un intelectual de alquiler o vocacional adquiere alguna relevancia al hablar de la verdad histórica del Proceso de Reorganización Nacional, con sus desapariciones, campos de concentración y guerra de Malvinas? En este punto, puede conjeturarse, el “texto” (palabra cuya proliferación en el habla de la ciudad es objeto de fina ironía en la novela) se interroga a sí mismo y anda un poco a tientas, va y viene sobre la intuición de que por ahí está la clave de lo que podría denominarse el punto ciego de la dictadura, su máxima opacidad y su enigma nodal, por no decir la íntima razón de su fracaso; la comprobación estupefacta (frente al espejo) de que a pesar de toda la maquinaria de asesinar y aterrar que supo montar con impecable e implacable pericia, necesitaba seducir, echar algo de luz sobre la total oscuridad, necesitaba dotarse de algo exterior a sí misma, a su vientre denso, oscuro y sin ventanas. Necesitaba lograr alguna forma de diálogo y contacto por afuera del gran sótano plano en el que todo parecía suceder, dictadura estructura, dictadura kafkiana, jeroglífica e infinitamente aburrida. Necesitaba oír alguna forma de conversación por fuera de su monólogo de dictador inmóvil.
Por eso es que quizás algo tan insignificante como un periodista o un escritor que andaba a los tumbos entre irse o quedarse, entre vivir o dejarse morir, pudiera ser objeto de atracción, rechazo, cooptación o macabros juegos de seducción.
Redacciones cautivas no clausura nuevas novelas que aún puedan escribirse sobre la dictadura, pero en gran medida deja la sensación de que –cuando ya no se lo esperaba, cuando en cierta medida ya no es obligatorio– pone algunas cosas en su lugar. Que, sí, hay relatos triviales sobre los ’70 o “los años de plomo” y otros que no lo son. Que el testimonio a veces no alcanza y la pura narración a veces tampoco. Y que a pesar de su título, la novela de Horacio González libera fuerzas retenidas, se libera de su presión interna y dialogará sin dudas con los grandes Textos (perdón por insistir con la palabra y para colmo en mayúscula) que indagan en los más oscuros fantasmas de la Argentina.
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