Domingo, 7 de junio de 2015 | Hoy
> ALGUNOS FRAGMENTOS DE PARACAíDAS & VUELTAS, DE ANDRéS CALAMARO
Esta ciudad es un laberinto bohemio de arquitectura despareja que oscila entre lo mejor del principio del siglo XX y el urbanismo vulgar, lo peor de las décadas infames para un paisajista urbano. Aquella ciudad europeísta que parece terminada por un arquitecto del infierno. Esta ciudad.
Los más bellos edificios de los años veinte y treinta, pegados a construcciones sin gracia alguna, edificios grises. En el micro-downtown el gris es tan intenso que uno libera la enroscada fantasía de vivir en el más oscuro y deprimente de aquellos apartamentos. Y este siglo que se nos presenta con familias enteras buscando sustento en la basura, juntando papeles y cartones de a kilo para vender y revender en alguna parte hacia donde los vagones blancos llegan.
Recuerdo lejano algún tiroteo (un Ford Falcon disparando contra civiles en plena avenida) visto desde el oscuro piso del 184 de Libertador. El Bajo no perdió su perfil y los visitantes pueden darse opulentos homenajes de carnes asadas, sexo paganini, merluza a precios muy convenientes y buen vino. Se entiende pues que tantos visitantes queden atados a los encantos de ésta, nuestra sangrienta e interminable Buenos Aires, cuna del tango y del rock, las vanguardias y las retaguardias, testigo aullador de doscientos años de historia violenta y de los recuerdos que son la nostalgia de una ciudad cada día menos nostálgica y más urgente.
Decía Jorge Luis Borges que “la única virtud de los argentinos es su pasión por la amistad”.
Y eso también es parte del paisaje.
Lo dijo un ciego.
Mi padre fundó un partido político, escribió varios libros de profundo sentido nacional, cultural y poético. Crió a sus hijos en la tolerancia, el ateísmo y el feminismo, entre muchas otras cosas que hizo. A los cuatro años era un socialista que leía entero el periódico rojo. Fue secretario de Pablo Neruda para cuestiones humanitarias y republicanas, y tiene (otros) tres libros sin terminar.
Sin embargo no se adornó demasiado contándome anécdotas, no es un abonado a la nostalgia y entiendo que es la dinámica vital que eligió.
Entre lo que sí quiso contarme hay dos historias que involucran a Carlos Gardel. Una es el velorio de Carlos. Fue la primera vez que mi padre vio llorar a hombres adultos a la vista de los demás, de los otros. Lloraban en la despedida de nuestro más emblemático y genial artista.
La segunda historia gardeliana sorprende al Zorzal saliendo de un teatro, una muchacha se abalanza literalmente pero Carlos la aparta con elegancia y sigue viaje (...).
Cuando llegué a Madrid (como ávido consumidor de discos y música) encontré discos de Gardel que no había visto nunca en la Argentina; un Gardel temático cantando tangos que no forman parte de lo más escuchado de su repertorio, lo que corresponde principalmente a las películas, las canciones que escribió con Alfredo Le Pera. Aquel grandioso letrista que acompañó a Carlos en su transición a la leyenda, en aquel vuelo de la muerte en Medellín.
Estos discos, posiblemente editados en Francia, reúnen grabaciones poco conocidas de Gardel, recopiladas según el contenido: caballos, naipes, cuestiones marginales, apuestas en general, cabaret, bulines, nocturnidad, alevosía y cuchillos.
Estoy mirando a Bazooka cocinando en la hornalla de la cocina con un cucharón. Hablamos del bicarbonato como si fuera una persona. Lo llamamos “Vicky” y nos reímos de la gracias. Bazooka separa con cuidado la base que burbujea en la superficie del líquido caliente en la cuchara, y la va depositando tiernamente en el puño de la camisa. La materia prima es de calidad. A veces la trae un colombiano al que esperamos en una esquina hasta que aparece en un coche con la mujer y un hijo de edad muy temprana. Una hermosa familia. Sin ironías. A veces la traigo yo con mi mayor sangre fría. Siempre puedo decir que es para uso medicinal. Famous last words.También nos reímos de eso. Nos reímos de todo hasta que se termina todo.
Vamos a fumar y grabar, a conversar con entusiasmo, así pasen los días. En algún momento podría llegar la inquietud, probablemente antes que el sueño. Pero hay un estadio anterior al tembladeral, un último momento gracioso con la pipa. El Negrito. Bazooka me enseña y yo aprendo. Todo lo que se aprende es útil en algún momento de la vida. La importancia del residuo cuando el equilibrio del cero ya no existe. Se trata de llenar de alcohol la pipa, batirla suavemente para que el residuo se licue, derramar cuidadosamente el alcohol impregnado en un cristal y prenderle fuego con el mayor cuidado posible. Quemado el alcohol queda una fina capa marrón y pegajosa sobre el cristal, que se separa con una hoja de afeitar.
Y se fuma. Es la última pipa.
Se llama “El Negrito”.
Ojalá no te lo encuentres nunca.
Por la ventana veía las vías de la estación Retiro, los sábados de noche escuchábamos la música tropical sonando desde el Palacio de las Flores que fue el primer bailable genérico, vecinos de la Plaza San Martín y la calle Florida, cuando era un paseo agradable y elegante. La Galería del Este, incluso Lavalle y todos esos cines. En el bar de la Galería del Este podías ver a Borges tomando un café o a Facundo Cabral conversando en una de las mesas justo frente a la disquería (de importados) El Agujerito. Y la ropa stone de categoría en Little Stone, un emblema del fashion rock de anticipación que siempre miré desde afuera con deseo. Aquellos escaparates.
Si hago memoria recuerdo cuando alfombraron Florida.
Mejor no hago tanta memoria
Crecí en un ámbito familiar cultural, de botija me llevaban al instituto Di Tella y también a ver spaghetti westerns al cine Electric. No me llevaron casi al fútbol pero siempre al cine y a otra naturaleza de eventos culturales o sociopolíticos.
En casa siempre había gente vinculada con la música. Mi hermana Hebe contrajo matrimonio con Carlitos Núñez Cortes y la fiesta fue en casa de los Calamaro. Les Luthiers llegaban a ensayar alguna vez en Libertador 184, justo enfrente de la estación Retiro. Los veo desde
I Musicisti, la semilla de Les Luthiers, los recuerdo en los café-concerts con Facundo Cabral y Nacha Guevara o Marilina Ross. Hebe (mi elder sister) ejercía la musicoterapia profesional, más adelante (en la vida propia y en la vida argentina) empezó a tocar con Huerque Mapu y a militar en Montoneros. Conoció al poeta obrero John Sosa, y vivieron militando y cantando en nuestro país (en el barrio de Florida) mientras pudieron soportar la presión y el peligro latiendo.
Supongo que percibir los detalles del arte también es una costumbre adquirida en un ambiente familiar inclinado al pensamiento y las Artes. Aquello que sonaba en mi hogar original fue mi influencia. Hasta que llegué por mis propios medios al parque Rivadavia. El epicentro del canje de discos usados conocido como “plaza Lezica”.
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