Domingo, 14 de agosto de 2016 | Hoy
En la esfera del diseño, la estetización de ciertas herramientas técnicas, mercancías o eventos supone un intento de hacerlos más atractivos, seductores e interesantes para el usuario. Aquí, estetizar no impide que el objeto diseñado sea utilizado, por el contrario, amplía y mejora el uso del objeto al hacerlo más agradable para el usuario. En este sentido debemos ver todo el arte del pasado premoderno no como arte sino como diseño. De hecho, los antiguos griegos hablaban de techné, sin diferenciar entre arte y tecnología. Si observamos el arte de la antigua china, encontramos objetos bien diseñados y herramientas para ceremonias religiosas y para necesidades cotidianas utilizados por funcionarios de la corte y por intelectuales. Lo mismo puede decirse acerca del arte del antiguo Egipto o del Imperio Inca: no se trata del arte en el sentido moderno de la palabra, sino de diseño. Lo mismo puede decirse del arte de los viejos regímenes europeos anteriores a la Revolución Francesa: aquí tampoco encontramos arte que no sea diseño religioso o diseño para los ricos y poderosos. En la actualidad, bajo las condiciones contemporáneas, el diseño es omnipresente. Casi todo lo que usamos está diseñado profesionalmente para resultar más atractivo para el usuario. Es a lo que nos referimos cuando decimos de una mercancía bien diseñada –sobre un IPhone o sobre un magnífico avión–: “Es una verdadera obra de arte”.
Lo mismo puede decirse sobre la política. Vivimos en una época de diseño político, de diseño profesional de la imagen. Cuando hablamos, por ejemplo, de la estetización de la política y nos referimos, digamos, a la Alemania nazi, muy frecuentemente nos referimos al diseño, al intento de hacer del movimiento nazi algo más atractivo, más seductor: con uniformes negros o con desfiles con antorchas. Es importante entender que esta concepción de la estetización en tanto diseño es por completo diferente a la definición de estetización utilizada por Walter Benjamin cuando se refiere al fascismo como la estetización de la política. Esta otra noción de estetización tiene sus orígenes no en el diseño sino en el arte moderno.
De hecho, cuando hablamos de estetización artística no lo hacemos para referirnos al intento de hacer que cierta herramienta técnica sea más atractiva para el usuario. Muy por el contrario, la estetización artística implica la desfuncionalización de la herramienta, la anulación violenta de su aplicación práctica y de su eficiencia. Nuestra concepción contemporánea del arte y de la estetización artística hunde sus raíces en la Revolución Francesa -en las decisiones tomadas por el gobierno revolucionario francés respecto de los objetos heredados del Antiguo Régimen. Un cambio de régimen viene acompañado, generalmente, por una ola de iconoclasia (...)
El origen revolucionario de la estética fue conceptualizado por Immanuel Kant en su Crítica del juicio. Casi en el contexto de ese texto, Kant deja en claro su contexto político. Escribe:
“Cualquiera diría que encuentro bello el palacio que se presenta a mi vista, y yo muy bien puedo contestar que yo no quiero tales cosas hechas únicamente para admirar la vista (...) Yo puedo todavía censurar, a la manera de Rousseau, la vanidad de los potentados que malgastan el sudor del pueblo en cosas tan frívolas (…)No es necesario tener que inquietarse en lo más mínimo acerca de la existencia de la cosa, sino permanecer del todo indiferentes bajo este respecto, para poder jugar la rueda del juicio en materia del gusto”.
Kant no está interesado en la existencia del palacio como representación del poder y la riqueza. Sin embargo, está dispuesto a aceptar que el palacio sea estetizado, lo que significa, realmente, negado, convertido en no existente para propósitos prácticos, reducido a una pura forma. Aquí surge una pregunta inevitable: ¿qué deberíamos decir sobre la decisión de los revolucionarios franceses de sustituir la destrucción iconoclasta total del Antiguo Régimen por su desfuncionalización estética?
Ya durante el siglo XIX, con frecuencia se comparaban a los museos con los cementerios y a los curadores con sepultureros. Sin embargo, el museo es mucho más un cementerio que cualquier otro lugar. Los cementerios reales no exponen los cadáveres de los muertos sino que los esconden, tal como lo hacían en las pirámides egipcias. Al ocultar a sus muertos, los cementerios crean un espacio oscuro, oculto, misterioso que también sugiere la posibilidad de resurrección. Todos hemos leído sobre espectros y vampiros que dejan sus tumbas y sobre otros muertos-vivos que vagabundean por los cementerios y sus alrededores durante las noches. Hemos visto películas sobre la noche en el museo: cuando nadie los mira, los cuerpos muertos de las obras de arte tienen la posibilidad de revivir. Sin embargo, durante el día, el museo es un lugar de muerte definitiva que no permite la resurrección ni el retorno del pasado. El museo institucionaliza una violencia radical, verdaderamente atea y revolucionaria que confirma que el pasado está incurablemente muerto. Es una muerte puramente materialista, sin retorno: el cadáver material y estetizado funciona como testimonio de la imposibilidad de resurrección.
(Por cierto, ese es el motivo por el que Stalin insistió tanto en la exposición permanente y pública del cadáver de Lenin. El mausoleo de Lenin era una garantía visible de que Lenin y el leninismo estaban realmente muertos. Es por este motivo también que los actuales líderes de Rusia tampoco tienen apuro en enterrar a Lenin, contra los pedidos de muchos rusos de que así lo hagan. No quieren un retorno del leninismo, que sería posible si Lenin fuera enterrado).
Así, desde la revolución francesa, el arte ha sido entendido como el cadáver de la realidad pasada, desfuncionalizado y exhibido públicamente. Esta concepción del arte ha determinado las estrategias del arte posrevolucionario hasta la actualidad. En el contexto del arte, estetizar las cosas del presente implica descubrir su carácter disfuncional, absurdo, inviable, todo lo que las hace inutilizables, ineficientes, obsoletas. Estetizar el presente implica convertirlo en pasado muerto. En otras palabras, la estetización artística es lo opuesto a la estetización por medio del diseño. El objetivo del diseño es mejorar estéticamente el statu quo, hacerlo más atractivo. El arte también acepta el statu quo pero lo acepta como un cadáver, en tanto lo transforma en una mera representación. En este sentido, el arte ve la contemporaneidad desde la perspectiva no sólo revolucionaria, sino también posrevolucionaria. Podríamos decir que el arte moderno o contemporáneo ve la modernidad o la contemporaneidad como los revolucionarios franceses vieron el diseño del Antiguo Régimen: obsoleto, reductible a una pura forma, un cadáver.
Fragmento de “Sobre el activismo en el arte”, capítulo de Arte en flujo de Boris Groys, que distribuye en estos días Caja Negra.
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