Sábado, 2 de septiembre de 2006 | Hoy
UNA REFLEXIÓN
Por Sergio Kiernan
Basta darse una vuelta por las obras de arquitectura más importantes para percibir dos cosas: qué malas que son, conceptual y materialmente, y cuánto cuesta prestarles atención, recordarlas siquiera. No es sólo en Puerto Madero o en la City donde la arquitectura se limita a ser estrictamente comercial y funcional, sin que se le caiga media idea. Según un artículo de la última edición de la revista mexicana Arquine, la falta de ideas es general y la especulación inmobiliaria es el motor de la arquitectura, con la excepción de la producción pequeña, casi artesanal.
La nota de Javier Barreiro Cavestany –que llegó a m2 gracias a un arquitecto local desvelado por la berretez general– se abre con una frase tremenda de Adolf Loos: “La arquitectura sólo puede ser un arte en dos casos, el sepulcro y el monumento”. Esto es cuando no tiene función ni uso práctico, cuando el “programa” es únicamente simbólico.
Barreiro Cavestany manda al que dude de la realidad de Loos a hojear cualquier revista de arquitectura, Arquine incluida. “Los arquitectos no proyectan para la gente; da la impresión de que no la quieren ver ni en fotos”, dice el autor, que admite su sospecha de que “los arquitectos sean artistas fallidos que no se atreven a enfrentarse a la forma pura, sin mediaciones justificadoras, como las imposiciones del mercado o las del programa”. El mexicano explica que los arquitectos se salen con la suya poniéndose en el lugar del médico, del que sabe qué le pasa al “paciente” y el que tiene las soluciones, con lo que lo infantiliza y le indica cómo debe vivir.
Sin embargo, resulta una posición falluta, una impostura, como demuestra el nivel “de copia de la copia, de la copia, de un modelo que ya nadie recuerda” que pasa hoy por paradigma arquitectónico. Así es que, por ejemplo, los arquitectos crean lofts truchos, ahorrándole unos mangos al constructor al no poner paredes internas, o se concentran “en fachadas de cristal y acero, detrás de las cuales suele haber espacios de muy modesta calidad”. Esta “desarmante pobreza de soluciones” se vende como modernidad, libertad, hasta estilo.
Nada de esto es una mentira deliberada. Basta hablar con los profesionales involucrados en este tipo de obra para ver que, con altanería o modestia, realmente creen que lo que hacen es bueno y valioso. “Esa mediocridad delata una degradación de los valores medulares del proyecto moderno”, lapida Barreiro Cavestany. El mexicano toca algunas patologías sociales que también tenemos los argentinos: la repetición aburrida de edificios monótonos, pobres y de mal gusto. Y éstos al menos tienen la gracia de estar en una ciudad donde se puede o aunque sea se quiere caminar en las calles, porque luego están “la arquitectura del miedo y la segregación” de los countries y las “series paramilitares” de la vivienda popular construida por el Estado. Y tampoco hay “arquitectura de autor”, ya que sus practicantes “parecen haber tirado la toalla” y se limitan a sentirse intelectualmente superiores ante sus colegas “empresariales”.
Barreiro Cavestany señala que un problema central en la práctica es la supuesta pelea entre racionalidad e intuición, que él considera una gansada (¿cómo se dirá eso en México?). Con estupendo tino, señala que creerse esa pelea sólo muestra la falta de educación del que la afirma, que nunca se puso a pensar en el nivel de pensamiento que tiene “cualquier obra de arte de cierto espesor”, para no hablar del nivel técnico. El resultado es, por un lado, una arquitectura “de grandes obras” completamente pobre en conceptos; y por el otro, una “praxis reflexiva-operativa casi artesanal, que se autoexcluye del circuito de las grandes obras” y que tiene valor de ejemplo, pero no de norma.
¿Por qué esta crisis de ideas? En arquitectura siempre hubo un canon, un recetario de conceptos y soluciones que, mal que mal, todos seguían, en el que los resultados dependían de la cuota de talento que cada uno aportaba. Este canon permitió que cientos y cientos de constructores –que ni arquitectos eran– crearan cientos y miles y decenas de miles de edificios de todo porte dentro de una estética proporcionada, elegante, sólida. El “proyecto moderno” tiró esto por la borda, sin pensar que por algo había un canon y que, al no imponer uno nuevo, iba a surgir, como un yuyo, algo en su lugar. Es la “copia de la copia de la copia” de un proyecto olvidado, que termina en losas de hormigón tapiadas con ladrillo hueco, con balcón, reja de chapa doblada, local en PB y a cobrar. O, más empresarialmente, en el nuevo banco de Alvarez o en Puerto Madero. Todo construido demoliendo edificios muy superiores, pero más viejos.
La arquitectura era la madre de las artes, decían los griegos que le adjudicaron la primera musa. Por acá hubo un matricidio.
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