Sábado, 2 de diciembre de 2006 | Hoy
AHORA LA INDUSTRIA VENDE
Por Jorge Tartarini
La fábrica de gas carbónico devenida en shopping con nombre de abadía ya es historia. También los vaciamientos compulsivos de docks portuarios y sus marquesinas guarangas. Estas patéticas afirmaciones del Yo profesional a expensas del patrimonio de la industria, al igual que un producto devaluado, encuentran cada vez menos adeptos. Lo mismo que el facilismo proyectual que vacía, vacía y vacía sin parar... conservando inmaculadamente ladrillos rojizos, carpinterías de hierro y cuanto vestigio externo hable de su pátina fabril. Confeccionar una lista de los ticks profesionales más difundidos al tocar el tema industrial sería casi tan largo como inventariar las demoliciones causadas por las autopistas del pasado militar. Dejemos aquí por ahora este morbus operandis.
Ahora la industria vende. Sí, señores, se afirma en la ciudad como un nuevo modo de vivir en íntimo contacto con el pasado industrial. Sin hollín, humo ni olor. Sin aceites, grasas ni transpiración. Sin jornadas agotadoras ni ruidos, ni máquinas en producción. Y bienvenida sea la sana costumbre de recuperar sin demoler y de cambiar conservando, si así fuera. Merced a estas nuevas tendencias edificios fabriles desactivados albergarán nuevos usos residenciales, compensando tanta isla cultural solitaria que pulula por la ciudad.
Los conjuntos fabriles hoy son apetecidos por sectores que ven en ellos palacios y nuevas formas de habitar. Una especie de relanzamiento del loft de los ‘90, con renovado marketing y adaptado al atractivo de las zonas históricas de la ciudad, potenciadas por los efectos del turismo. Home sweet home, en envoltorios de apariencia fabril con nombres exóticos. El resultado se presenta como una curiosa, y reiterada, negación del pasado industrial.
Mientras Sor Gas Carbónico bendice las ventas en el norte residencial, las inmobiliarias inventan pomposos nombres para el sur industrial. No eran palacios de corte galo los que abundaban en el sur de la ciudad, sino Palacios de la Industria, del Trabajo y la Producción. ¿Por qué no sentir legítimo orgullo de esta cultura, de la epopeya del esfuerzo anónimo cotidiano y de los sueños que hicieron posible estas construcciones?
En ocasiones, cuando se plantean estos temas, la divisoria de aguas entre diseñadores y preservacionistas parece profundizarse. Las discusiones se polarizan y se cae en posiciones extremas. Se afirma que todo no se puede conservar, que el cambio es preciso, que no se puede coartar la libertad creadora, que estos espacios no poseen valores similares al patrimonio tradicional, etcétera. Mal que nos pese, aunque reiterado, estos planteamientos existen y lejos están de haber sido superados. Sin embargo, nuevos vientos se insinúan a favor del patrimonio industrial y los permisos de caza que tenían algunos para desfigurarlo han comenzado a caducar. La otrora inaceptable gratuidad se encuentra en crisis. Su salud no ha colapsado, pero la aqueja cierto consenso general cada vez menos propenso a digerir los edulcorados juegos escenográficos de décadas anteriores.
Es muy probable que la actual avanzada renovadora no conozca la dimensión real que alcanzó este universo industrial. A comienzos de la década de 1930, la industria porteña era la más poderosa de América del Sur, cimentada en grandes empresas con mano de obra calificada. Hasta la industria cervecera argentina era mayor que la brasilera. El consumo local compensaba holgadamente las diferencias de población. Y todo se producía en el mundo fabril que hoy luce en parte demolido, modificado o en transformación by de luxe.
No hace mucho escribimos la historia de una importante empresa argentina. Un magnífico caso de patrimonio empresario, nacido del empuje de un inmigrante llegado a estas tierras cien años atrás. Cuando estábamos terminando de reconstruir una rica historia, hecha de privaciones, duro trabajo y excepcionales logros, se nos pidió omitir en el relato definitivo el origen humilde que había tenido el pionero en sus inicios, cuando debió trabajar arreglando zapatos.
En ocasiones, el patrimonio industrial recuperado deja un sabor amargo parecido a estas omisiones por vergüenza, que dan vergüenza.
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