Sábado, 21 de abril de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Abra Pampa es el corazón de la puna jujeña, está a un paso de La Quiaca y es el hogar de las Warmi Sayajsunqo, la asociación de mujeres kolla que encabeza Rosario Quispe. El tejido fue el puntapié inicial para unirse, rescatar el pasado, tejer el presente y apostar a un futuro que las tiene como protagonistas.
Por Luján Cambariere
Todo aquel que visita el norte se enamora. La postal es tan extremadamente bella que uno no sabe si atribuirla al azul del cielo con esas nubes a centímetros de los dedos, los colores violáceos, rojos, azules y amarillos de los cerros, la tranquilidad de su gente o los poderes energéticos de la Pachamama. Pero es recién en la quietud de la Puna, a 3500 metros sobre el nivel del mar, paradójicamente, cuando la sensación se vuelve arrolladora.
Hasta allí hay que llegar, a Abra Pampa, donde termina el mapa a pocos kilómetros de La Quiaca, para conocerlas. La gran W de un rojo anaranjado asoma desde la estación de servicio, el restaurante y el cyber, algunas de las empresas de la Asociación Warmi Sayajsunqo, y uno no sabe si atribuirla al quechua (“mujeres perseverantes”) o a Wonder Woman, ya que, conforme llegan los relatos, se revelan como auténticas mujeres maravilla de la Puna.
En la máxima adversidad, desigualdad y olvido, a través de una herramienta fundamental de su cultura andina, ellas empezaron a tejerse otra historia. Una que las tuviera como protagonistas. Básicamente que les posibilitara un trabajo digno y fundamentalmente que les permitieran vivir a ellas y a los suyos en su lugar en el mundo. La historia, que comienza en el ‘95, es atractiva por donde se la mire. Da cuenta de un trabajo colectivo (empezaron siendo 8 y hoy suman más de 3600 asociados), de género, del rescate de su cultura originaria, de un sistema de salud comunitario, de respeto por el medio ambiente y de algo que deja boquiabiertos (y no con menos envidia) a los economistas del mundo entero. Con fondos de la Fundación Avina, los primeros en darles su voto de confianza, desarrollaron un sistema (Programa de Desarrollo Aborigen) de microcréditos sustentable que ellas mismas administran en más de 50 comunidades de esa llanura semidesértica de altura. Cada fondo debe ser administrado por miembros de la comunidad que deciden quiénes serán los destinatarios finales de los préstamos, pues aunque éstos son otorgados individualmente, su devolución afecta a todos: cualquier préstamo futuro será denegado si el actual no se devuelve íntegramente. Los solicitantes deben escoger una de las ahora 8 líneas de crédito o alternativas de inversión, la construcción de invernaderos para cultivar verduras, la realización de mejoras en las técnicas de cría de ganado o la innovación de las técnicas de tejido. Además la Warmi capacita y brinda atención médica. Por lo que Rosario Quispe, líder y creadora de esta primera asociación de mujeres collas, recibe premios en todo el mundo que a veces no va a recibir por no abandonar a sus animales o tareas de la Puna. Y esa parece ser su mayor virtud: la de no marearse, aun estando en las alturas.
Llega puntual a la cita, aunque se la sabe atareada. Uno lo atribuye a su reciente compromiso en Harvard donde los académicos la invitaron a contar su mecánica junto a otros líderes de base del mundo. Pero la razón es otra. “Estando de viaje, un vecino volteó el alambrado y se me han espacado algunas llamas. Las he juntado de a una porque ellas están acostumbradas al sonido de mi voz”, detalla ahora sí predispuesta a desandar su historia.
–¿Dónde nació?
–Me crié en Puesto del Marqués con mis abuelos, a 20 kilómetros de aquí, paseando mis ovejas. Mis padres se iban a las cosechas de papa o tomate hasta que a mis 8 años mi papá ha vuelto y nos ha llevado a Mina Pirquitas. Allí terminé la primaria en la escuela Cristóbal Colón (vaya paradoja) y a mis 19 años me he casado, tuve a mi primer hijo y empecé a trabajar. Cuando cierra Pirquitas, nos fuimos a la mina Pan de Azúcar durante 9 años. Yo ya era animadora de la comunidad. Pero cuando cierra esta también, nos volvimos definitivamente a Abra Pampa. Lo cierto es que acá no había nada para hacer. A la Puna, la crisis había llegado 10 años antes que el corralito. Entonces no teníamos ni para comer. Mi esposo se quería ir al sur, pero uno acá aprende que la gente que se va no vuelve más o lo hace en un cajón. Se desintegra la familia. Entonces me iba a Jujuy a vender carne o queso, y así mantenía a mi familia. Hasta que decidimos ponernos a trabajar con las mujeres.
–¿Cómo se unen?
–Empezamos unas ocho a hacer un curso de capacitación en corte y confección con barracán. Nos reuníamos en mi casa, cocinábamos, nos apoyábamos y salíamos a vender a las ferias de Huachuca o Purmamarca. En el ‘97, Amira Díaz, funcionaria de agricultura de la Nación, me presenta a un premio muy importante que distinguía la creatividad de la mujer en el mundo rural y lo he ganado. Para todos era importante, pero para mí era un papel, hasta que he viajado a Buenos Aires y gracias a los periodistas muchas personas empezaron a oír de la Warmi.
–¿El tejido volvía a ser una posibilidad?
–En toda la Puna la gente sabe tejer. Lo que sucede es que con esas idas y venidas se iba perdiendo. Cuando éramos chicos todos nos dedicábamos al pastoreo. Y salíamos al campo con la pushka para hilar mientras cuidábamos a nuestros animales. Una vez más grandes, te enseñaban a tejer. Lo que no sabíamos era de la selección y lavado de la lana para obtener calidad. Tampoco ponerle un valor. Y eso es lo que hemos aprendido entre todas.
–¿A eso le suman inmediatamente el tema de la salud?
–Sí, entre todo este proceso de ganarnos un sustento muere la hermana de mi mamá de cáncer de cuello de útero. Yo no entendía por qué había muerto tan joven a los 38 años, dejándome tres hijos, que sumados a los siete míos llegan a diez. Fue muy doloroso. Entonces empezamos a investigar. Y un día viene a la Puna el doctor Jorge Gronda. El venía con el Inta, por un tema de criaderos de vicuña, entonces yo que lo conocía de vista ahí nomás le digo por qué no venía a curar a las mujeres a la Puna. Y así hizo. Yo me he ido a la radio, explicábamos qué era el cáncer y que iba a venir un médico especialista gratis y juntamos más de 150 mujeres. Pero lo más grave vino después, cuando manda los resultados y nos enteramos de que había tantas mujeres enfermas que debíamos operar de urgencia. Ahí empezamos a hacer rifas, empanadas. Después Gronda atendía en la oficina de la Warmi. Venían de todos lados, él no paraba ni para almorzar y las mujeres seguían llegando. Recorríamos todas las comunidades (más de 60 en 40.000 km) viendo casos muy tristes. Así que cuando más adelante viene la gente de Avina a cumplir nuestro sueño, porque fue eso lo que dijeron, lo teníamos bien claro.
–¿Dónde nace su vocación social?
–Mi abuelo ha sido siempre así. El organizaba las fiestas patronales. Después mi mamá era muy servicial. Todo el que llegaba a Pirquitas sabía que en mi casa tenía un plato de comida. El día que ha muerto aprendí mucho. Todo el pueblo estaba en mi casa.
–¿Por qué es tan fuerte la mujer en la Puna?
–Es que no nos han dado la oportunidad de trabajar. El trabajo formal siempre ha sido para los hombres. Los partidos políticos vienen y les dan oportunidades a ellos. Es que negocian más fácil con ellos. La mujer pelea porque sufre más y porque piensa en sus hijos.
–¿Qué es lo que más destacan de la Warmi?
–La organización y el sistema de créditos. Ahora en Harvard estaba la presidenta del Banco Mundial de Mujeres que contaba que en ese banco que supuestamente es para pobres están cobrando un 35% de interés, cuando nosotros cobramos el 9. Es que nosotros los collas trabajamos solidariamente siempre. Nuestra cultura nos permite ser así. Cuando vos vas a los velorios, a ayudar a limpiar los corrales o a limpiar los ríos, son cosas que hacemos entre todos.
–¿La Warmi plantea el rescate de la cultura original?
–Es que nosotros nunca la hemos perdido. Por eso no me gusta que se diga que ahora se “revaloriza” nuestra cultura, porque nosotros nunca la dejamos de valorar. Para mí desde chica la Pachamama es importante, los carnavales, todos los santos y, lo más importante, la palabra. Cuando era niña, mi abuelo, que vivía cerca de sus hermanas, por ahí me hacía ir a pedir pan y decirles cuándo lo íbamos a devolver. Ese día no importaba si llovía o hacía frío, el pan se devolvía. La palabra era muy importante, el respeto a los mayores, a la tierra. No podés vivir de otra manera en la Puna.
–¿El medio ambiente también las preocupa?
–Es una lucha que tenemos que llevar porque donde han estado las minas es muy triste. Siempre han estado a cielo abierto y contaminando. A media cuadra de acá pueden ver el plomo. Hay muchos niños en Abra Pampa con plomo en la sangre. Lo que pasa es que para muchos la Argentina termina en Jujuy. La Puna es parte de Bolivia. No nos tienen en cuenta, no existimos.
–¿De lo que soñaba a lo que es hoy la Warmi?
–Yo creo que no hay nada imposible. Y además, hoy, tenemos una oportunidad única e histórica los collas. Por eso mi próxima meta es hacer la universidad de la Puna. Una escuela a nuestra medida. Donde podamos producir con lo que tenemos. Peleamos mucho con los técnicos que vienen de afuera que no saben ni agarrar una llama.
–¿Tus padres han visto su crecimiento?
–No. Yo lamento tanto eso. De todas maneras están presentes porque yo los sueño. Yo creo tanto en las almas y en la Pachamama, que siempre se lo que va a pasar. Lo presiento y nunca me falla.
Quizá sea la empresa más emblemática de las Warmi, esta donde se atesora parte crucial de su historia. Allí, donde hoy, están prolijamente ordenados ponchos, mantas, frazadas, chales, en lana de llama de diversas tonalidades. Mucho blanco, marrón, tostado y algunos colores más estridentes logrados en base a tintes naturales como de remolacha. Junto a algunas piezas tradicionales, más pesadas, con cuellos o mangas que no encajaban con los requerimientos actuales, así como medias o las deliciosas muñecas o llamas de lana y los costales con dibujos de rayas, con las que empezaron y que les recuerdan todo lo que han avanzado. “Al principio fue muy difícil porque no teníamos capacitación. Yo sabía tejer, algo de mi mamá que siempre me había querido hacer ver la importancia del tejido y me mandaba con la pushka al campo para que cuando regresara de cuidar a mis animales le trajera la lana hilada. Pero yo no lo valoraba, hasta que vino la Rosario y me dijo que íbamos a armar un tallercito. Así nos hemos ido capacitando entre nosotras, para después salir a las comunidades a enseñar el proceso de la fibra y la lana”, cuenta Florinda Condori, tesorera y una de las primeras capacitadoras, nacida y criada en Casa Colorada. Así, de a poco, comenzaron la puesta en valor, instancia crucial para poder salir a pelear un precio justo. En poco tiempo, mejoraron la calidad de la fibra, sacándole manualmente las cerdas, palitos y basura que la endurecía. Y aprendieron a lavarla de modo de quitarle el olor al animal. “Antes nos pagaban $8 el kilo de hilo que para obtenerlo nos llevaba de 8 a 10 días. Era tan bajo el valor que por eso nadie se animaba a hilar. Era un engaño, una estafa. Pero ahora que el hilo es limpio y fino, que se ha hecho este proceso con la lana, las artesanas lo están entregando a $80 el kilo. Entonces muchas se animaron a volver al trabajo”, remata. Además, comenzaron a aggiornarse a los pedidos foráneos. “Sobre todo piden una variedad más amplia de colores y tejidos más livianos. A fuerza de prueba y error, ya entendimos que el frío es distinto en otras partes”, relata Condori. También, que las mangas de los suéteres deben ser más largas y los cuellos más amplios. En ese camino, también vienen rescatando algunos dibujos, guardas y algunos tipos de ponchos, ruanas y barracanes. “Ahora hasta han vuelto a levantarse telares de piso en los patios. Y el de cintura, la labor, muy utilizado para hacer fajas”, detalla. Por otra parte, destacan, que la cría de camélidos (llama y vicuña) la hacen a campo abierto y con pasturas naturales y para el proceso de la lana no usan ningún producto químico. También tienen una curtiembre, así que también ofrecen piezas –camperas, zapatos– en cuero de llama y oveja. “Estamos tejiendo un sueño: vivir con dignidad de nuestro trabajo, de acuerdo a nuestra cultura, integradas con el mundo siendo diferentes, preservando, ampliando y compartiendo nuestra riqueza”, rematan. Y si todavía quedan dudas de la importancia y el valor simbólico del tejido para el mundo andino, basta acercarse a las oficinas de la Warmi y ver (bella metáfora si las hay) cómo los kipus (tesoreros de cada comunidad) arman carteleras donde hilos de diferentes colores, nudos y pompones sirven para comunicar a quienes no saben leer ni escribir el estado de las cuentas.
“El proyecto que dio origen a este trabajo fue ganador de las Becas Avina de Investigación Periodística. La Fundación Avina no asume responsabilidad por los conceptos, opiniones y otros aspectos de su contenido.”
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