Sábado, 26 de mayo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
En una obra doméstica en el centro viejo reaparece el espíritu romántico de lo bien hecho: espacios cuidados, humanidad en las funciones y objetos de “arte funcional” en las terminaciones.
Por Sergio Kiernan
Hubo un tiempo en que el espíritu romántico –tardío pero romántico– se encontró con otro objeto de rebelión. Fue para cuando la revolución industrial ya no era revolucionaria sino oficialista, cuando los objetos hechos a máquina eran prácticamente todos los objetos, y cuando hasta la ropa se empezó a comprar hecha. Como acosados por las máquinas, que comenzaban a crear imágenes y sonidos, muchos se volcaron en lo posible a la diferencia. De estos tiempos datan costumbres nuevas como la de diferenciarse por la ropa, cosa que a Bach o Delacroix nunca se les pasó por la cabeza. Y también el impulso de recuperar técnicas artesanales de modo de volver a la “normalidad”: que cada objeto de la vida cotidiana sea único, diferente al anterior o al posterior.
No todos los que participaron en este coletazo fueron luditas y todos sabían que las piezas de arte siguen siendo, por definición, únicas (para bronca irremediable de los “artistas mediáticos”). El tema era hacer cubiertos, muebles, zapatos intocados por la fabricación en serie. Uno de los aspectos más gloriosos de la reacción artesanal fueron movimientos como el Arts & Crafts o el modernismo catalán, rescatadores de oficios y valedores de la pieza diseñada y creada para un uso individual. En los edificios que nos dejaron, cada picaporte es una creación, por no hablar del trencadís de Gaudí, que a martillazos cubrió de colores tantos de sus remates.
Más modesto, ese espíritu sigue viviendo en nuestra Buenos Aires, ciudad que nunca se sabe qué anda cocinando. En la calle Santiago del Estero 623 se acaba de inaugurar una obra en un lote pequeño, de 7 por 15, de tres niveles y con tres departamentos, cosa de 250 metros en total, que contiene una notable terminación con objetos artesanales. Y no son cualquier cosa: todas las puertas principales fueron hechas por el escultor Héctor Villanueva.
La obra de la arquitecta Mercedes Rillo sería un buen ejemplo de gusto y amabilidad hacia el futuro propietario aun sin estas terminaciones. En el lote había un viejísimo comercio con vivienda, de 1915 en su encarnación final, que se caía de mirarlo. La demolición terminó siendo completa y ahora se puede ver una fachada discreta, seca, con dos altos ventanales verticales en planta baja, de hierros rectos y paños de colores, como en un viejo jardín de invierno, una puerta de acceso con un óculo por encima, y arriba dos ventanas más horizontales con toques de vidriería. El departamento de planta baja a la calle es el más pequeño, un loft muy luminoso con un entrepiso, vestidor y baño, pensado para vivienda o taller, hasta comercio. El de la planta baja pero para atrás se resuelve alrededor de un patio privado, con mucho vidrio y luz, cantero y espacio. La escalera lleva a un primer pisito con segundo dormitorio en suite, y luego sigue hacia la terraza, canónicamente con parrilla y sorprendentemente con vista a un jardín secreto con alta palmera.
A la tercera unidad se llega subiendo una escalera desde el hall de entrada, porque arranca en el primer piso, ocupado por el living-cocina abierta y un toilette. Arriba, en el segundo del departamento y tercero del edificio, aparece una suerte de chalet con dos dormitorios y un baño, con techados a dos aguas de cubiertas livianas, alturas más que generosas y salida directa a la terraza. Todo el conjunto es de una decencia ya rara entre nosotros, pensado para que personas vivan bien y no sólo para sacarles dinero.
El toque peculiar lo termina de poner Villanueva, que realizó las puertas principales: la de calle, en metal, las de los tres departamentos en madera. Estas cuatro esculturas son producto de una idea, la de las “formas funcionales” que hace que su autor produzca muebles, escaleras y mesas colosales con técnicas y pensamiento de escultor. La puerta de calle es una hoja de metal que parece haber reventado en su centro, donde se aloja una gran gota traslúcida y refractante, funcionalmente una mirilla y ventana. Cada puerta de madera está tallada en dos grandes piezas de virapitá, una madera durísima, montadas en marcos de metal. Estas puertas no sólo son únicas sino que son paneles escultóricos notables, con una textura robusta y detalles como agarres esculpidos para evitar fealdades como un picaporte. Es notable cómo Villanueva logró integrar una mirilla en estas piezas. Y también las ganas de tocarlas que despiertan.
El artista también tuvo ideas como tratar los pisos de cemento con ácidos y sales, con lo que quedaron bellamente patinados sin usar grafitos, o el rescate de las vigas de quebracho de la ruina original para realizar peldaños y pavimentos, acto de cariño que rompió muchas hojas afiladas por su añeja dureza. A estas terminaciones se les agregan detalles como que Rillo dibujó las escaleras y las mandó a hacer con chapas dobladas, con lo que tienen una forma casi orgánica, adaptadas al espacio, y ni mácula de ser algo comprado en una fábrica.
Todo esto en una modesta calle del centro viejo, en departamentos de precio de mercado y sin las alharacas de las gacetillas de las penosas megatorres.
La casa de Santiago del Estero
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