Sábado, 11 de agosto de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Dumfries House es un caso único: obra temprana del genial Robert Adam, guarda el mayor conjunto conocido de muebles de Thomas Chippendale. Iba a salir a remate y se salvó de la dispersión en colecciones privadas gracias a donaciones, dinero oficial y un préstamo del príncipe de Gales.
Por Sergio Kiernan
El mes pasado ocurrió un milagro: uno de los conjuntos de arte decorativo más impresionantes del mundo se salvó de ser dispersado en colecciones privadas. La historia de lo que contiene Dumfries House y de cómo fue conservado como colección es ejemplar de cómo se cuida el patrimonio en serio y en particular en Gran Bretaña, país muy riguroso en el tema. Y es también un ejemplo de cómo personas particulares ponen de su bolsillo y fuerte para preservar los tesoros culturales de una nación.
Dumfries House es una impecable residencia neoclásica en Escocia, construida por el quinto conde de Dumfries, un militar de carrera que se había destacado en las guerras europeas. Por sus servicios, Dumfries acababa de recibir la Orden del Cardo, lo que virtualmente lo transformaba en Grande del Reino y le abría las puertas de la más alta aristocracia de la época. Ante tanta gloria, Lord William decidió que necesitaba casa nueva: los campos de Dumfries eran extensos y rentables, pero la casa solariega era una torre todavía medieval con una casa renacentista malamente cosida a un lado.
Fue entonces que Dumfries mostró una preclara inteligencia estética. En 1747 se comunicó con William Adam, el mayor arquitecto escocés de la época, para encargarle una nueva residencia a la última moda. Adam murió poco después, sin completar ni siquiera un esbozo, con lo que el encargo pasó a sus tres hijos, John, Robert y James. Es muy posible que el lord militar no supiera que estaba por adquirir una muestra temprana del trabajo de un genio de la arquitectura, Robert Adam, hombre que cambió su época.
Gran Bretaña en el siglo XVIII había cerrado por fin su período de inestabilidad política, guerras civiles y demás desastres, de la mano de la dinastía Hanover, alemanes ellos pero con título firme al trono. El país había despegado de un modo inusitado y terminaría los 1700 ya como principal potencia mundial. En términos culturales, lo que ocurrió fue similar: Gran Bretaña dejó de depender de Francia en arquitectura, música y estética –aunque la moda es la moda y eso no cambió– y comenzó a producir sus propios estilos a lo grande. Es lo que pasó a la historia como el período Georgiano, el primer aporte inglés autónomo y firme a la cultura visual del mundo.
En arquitectura y diseño de interiores, hay tres nombres que causaron esta revolución. Uno es Robert Adam, un creador tan potente que muchas veces se confunde todo el período con su carrera, que lo hizo famoso en 1755 y le brindó una apoteosis pública al morir, en 1792. El otro nombre es el del gran diseñador y precursor del marketing, Thomas Chippendale, que no sólo cambió la misma idea de mobiliario sino que escribió y publicó el primer gran libro sobre el tema. Y el tercer nombre es el de Josiah Wedgwood, responsable primario de que todavía hoy, 300 años después, la palabra “loza” suene natural con el adjetivo “inglesa”.
En 1751, Lord William firmó contrato con los hermanos Adam para la construcción de una gran mansión “en el estilo moderno”, o sea en un neoclásico distinguido y de poca ornamentación. El proyecto era para tres edificios alineados formando un prado, uno mayor y de tres pisos, otros dos laterales más pequeños, con un total de 21 dormitorios y varias salas de honor. El conjunto ocupaba 100 metros de frente, asomado a un gran parque desde una leve barranca y un jardín formal.
Lo notable de este diseño temprano es que ya es inconfundiblemente un Adam, pese a que es anterior a sus obras famosas, que arrancan con la mudanza de los hermanos a Londres y sus primeros contratos a partir de 1755. Ya hay juegos de planos, curvas y óvalos en las bóvedas, ya hay tonos pastel claros y ya hay un minucioso y lúdico diseño de las yeserías italianas en cielorrasos y chimeneas.
La obra se terminó bastante rápido, en 1759 –menos que más de una escuela argentina hoy en día– y de la mano de Robert Adam entraron los otros dos nombres de la Trinidad del diseño georgiano. Sucede que el arquitecto le recomendó a su cliente que comprara los principales muebles a Chippendale y las vajillas de honor a Wedgwood. The Right Honorable The Earl of Dumfries le hizo caso, y su casa pasó a tener uno de los mejores conjuntos de mobiliario Chippendale del período Director –que no tiene nada que ver con el estilo Directorio– y por lejos el mejor que se haya conservado. Se trata de dormitorios enteros, salas y comedores grandes y pequeños, inventados por un diseñador autor del concepto de diseño integral, donde una mano toma todas y cada una de las piezas posibles en un ambiente o para un uso.
Dumfries House pasó los siguientes tres siglos con pocas modificaciones. Se le fueron agregando muebles y objetos de cada estilo posible hasta principios del siglo XX –desde digamos 1910 se paró, porque nada pegaba ni con cola– y las alas de la casa fueron ampliadas hacia 1897. Lo que nunca se hizo fue tirar nada ni cambiar los interiores o renovar el mobiliario. Restaurada una y otra vez, Dumfries siguió siendo una casa del siglo XVIII. Sus dueños –ahora los marqueses de Bute– la mantuvieron pese a la decadencia de la agricultura británica y a los fuertes impuestos a la herencia y el patrimonio.
Hasta que el séptimo marqués, John Colum Crichton-Stuart, corredor profesional de carreras, anunció hace unos años que vendía la casa, las 800 hectáreas que le quedaban y todo lo que contenía. Iba a ser uno de los grandes remates de la historia, a cargo de Christie’s. Los patrimonialistas se movilizaron enseguida, pensando en hacer una oferta por el conjunto, para mantener las colecciones en un solo lugar y abrir la casa al público. Por la estricta ley patrimonial de Gran Bretaña, Dumfries House no corría el menor riesgo de ser demolida o “modernizada”, ni siquiera de ser “puesta en valor”, etiqueta culposa para hacer cosas como pintar frentes en símil piedra. Pero no había manera de evitar que el dueño vendiera los muebles, que se dispersarían en colecciones privadas.
Fue entonces que comenzaron las colectas y donaciones dirigidas al National Trust of Scotland, la institución que administra el patrimonio público escocés, vigila el privado y recibe un porcentaje de lo recaudado por la lotería. Según parece, hubo casi tres años de discusiones y negociaciones, pero para días antes de la subasta se habían reunido 50 millones de dólares, mucho menos de lo necesario. Fue entonces que el príncipe de Gales levantó el teléfono y “prestó” 40 millones de dólares más, con lo que el marqués anunció que vendía la casa, su contenido y algo de las tierras a la nación, y se suspendía el remate.
Un derivado inesperado de esta aventura es el catálogo que produjo Christie’s, la más que bicentenaria casa de remates que regularmente organiza ventas de grandes residencias y sus contenidos. Sus catálogos son justamente célebres, pero con Dumfries se lucieron: son dos tomos con unas 700 páginas en total, una producción fotográfica simplemente ejemplar y un nivel de autoridad y conocimiento que colocan a este libro entre los mejores producidos sobre el período. Los tomos contienen una historia de Dumfries por Andrew McLean, un exacto ensayo sobre el gusto público en la década de 1750 de John Hardy, y discusiones sobre los ebanistas que participaron en el equipamiento de la casa junto a Chippendale, como Francis Brodie –un maestro del diseño de espejos–, Alexander Peter y William Mathie. El catálogo contiene además una interminable cantidad de las boletas originales de los ebanistas por sus servicios y hasta el contrato firmado por Lord Dumfries con los hermanos Adam. Según parece, los Dumfries eran una familia con buenos archivos y en 1803 mandaron a hacer un inventario de lo que tenían, que sirvió a los expertos de Christie’s para identificar con enorme precisión cada pieza. John Cornforth estaría orgulloso.
Mientras muchos anticuarios y coleccionistas se quedaron con las ganas, otros festejaron la preservación de esta cápsula del tiempo casi única. Dumfries House será catalogada y abierta al público, con sus jardines y con una parte de sus tierras destinadas en el futuro para construir un pueblo en estilos históricos, como el Poundbury apadrinado por el príncipe de Gales en Dorset.
Y hablando de Carlos, que puso 40 millones de dólares, que dudosamente le serán devueltos en el futuro próximo, ¿alguien se imagina a un argentino cometiendo un acto equivalente? ¿Poniendo no digamos 40 millones sino una fracción de eso para salvar una casa histórica? Entre nosotros, ni siquiera hay la lucidez como para comprar propiedades de valor patrimonial, restaurarlas y revenderlas. Sólo para demoler.
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