Sábado, 5 de enero de 2008 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Murió atragantada con el último marrón glacé de la caja acorazonada. Hasta la vista, baby, pensó su caniche fiel. En el barrio Poldy era conocida por su afición a los dulces y su amor a las causas imposibles. Su última cruzada a favor de “los sin patrimonio” había recolectado más de un millón de firmas. La entrada a ese universo de homeless cultural fue todo un descubrimiento para ella, acostumbrada a codearse con los monumentos y la historia que le contada Tatita los fines de semana en la estancia. De aquello a esto de los bienes culturales había un mundo. Fascinante, exótico y hasta divertido para ella. Con el tiempo aprendió que esta última palabra no debía repetirla tanto en sus nuevas lides patrimoniales. Todo comenzó en un coctel en casa de Tere con unos turistas amigos que planeaban un tour no convencional por la ribera del río Matanza. Poldy decidió sumarse y de esa manera conoció los márgenes de la ciudad, con sus moles de concreto e hierro, vacías. Hubiera pensado que eran sólo eso, pero alguien del grupo las consideró valiosos testimonios del pasado industrial. Y Poldy entonces investigó un poco más. Al principio el estímulo no se apartó demasiado de lo que era su rutina de colectas en galas de caridad. Pero a medida que se fue metiendo en tema, a lo industrial se agregaron otros patrimonios desparramados por la ciudad y que hasta ese momento sólo eran escenarios de las novelas y cuentos en lecturas perdidas. Algunos autores hubieran hecho poner los pelos de punta a Tatita, pero ella los tenía bien escondidos en su nutrida biblioteca.
Sus recorridas interminables por la ciudad habían tendido un lazo fuerte entre literatura y realidad. Ahora en la urbe estaban Fernando y Alejandra en el Parque Lezama de Sobre héroes y tumbas; el último aljibe de “El hombrecito del azulejo” de Mujica Lainez; los balcones sin flores de Baldomero; las casas enfiladas y las lágrimas cuadradas de Alfonsina Storni; la casa de Victoria en San Isidro y la moderna en Palermo Chico, en las páginas de Sur y las crónicas propias y de escritores amigos; el barrio de Mataderos en el alucinante caleidoscopio de Bazar de 0,95 de Geno Díaz, y su personaje, el pusilánime Santos Gosende; el Villa Crespo de Marechal, la Costanera de Mallea y el Flores de Roberto Arlt; la calle Humboldt en Palermo viejo y la familia estrafalaria del Cortázar de “Simulacros”, en Historias de Cronopios y de Famas; las añoranzas de la vieja calle Serrano en un poema de Borges y los recuerdos de Palermo en su “Fundación mítica de Buenos Aires”; el barrio de Saavedra, en El sueño de los héroes, de Bioy Casares; el Caballito cambiado y laberíntico del eternamente perdido Alan Pauls; el Once babel multirracial de Marcelo Cohen; Abelardo Castillo y el viejo arbolado de Plaza Irlanda; Antonio Dal Masetto y sus personajes reclutados de los bares porteños, etc. Estas y otras lecturas tomaron cuerpo y dieron sentido a la vida de Poldy. No ya como lectora sino en su lucha por salvar cada día una pieza más de la herencia recibida. Porque de eso en suma se trataba. Su padre podría estar equivocado con su historia de monumentos inmaculados, pero no tanto en su visión del patrimonio como Herencia. Sucede que este nuevo legado involucraba a toda la sociedad y no a unos pocos. Los sin patrimonio no eran los otros, sino todos. El agobio que le produjo semejante descubrimiento no mitigó su empeño patrimonial, pero disparó su pasión por los chocolates. Un recurso al que echaba mano cuando, a pesar de tanta carta a los diarios, colectas y campañas, la piqueta seguía haciendo estragos por doquier.
Para sacar el cuerpo de su piso en la zona norte fue necesario romper un pedazo de pared. Sus amigos adoptaron al caniche, bajo una estricta dieta sin dulces. En sus viajes reales e imaginarios Poldy había dejado atrás partenones, coliseos, arcos de triunfo, cabildos y catedrales, para llegar a redescubrir la belleza y valores propios de una ciudad con la que mantuvo un permanente idilio esperanzado.
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