Sábado, 2 de febrero de 2008 | Hoy
PATRIMONIO
¿Qué pasa cuando se pierde un edificio patrimonial? Además
de que se pierde una pieza bien hecha y con historia, hay que
convivir con el bodrio que lo reemplaza.
Por Sergio Kiernan
Hay cosas que se saben, se cuentan en privado y raramente se dicen en público. Son como las tías locas, o aquellos “hombres con un pasado” que había en las películas viejas. En el tema patrimonial, se habla de los valores del edificio en peligro, de la necesidad múltiple de preservarlo, de la destrucción de conjuntos y de la historia que se pierde, junto a cierta calidad de vida. El secretito que no se menciona es lo que pasa cuando se pierde nomás un edificio patrimonial: es reemplazado por otro que raramente es algo más que una porquería.
No malo, mediocre o comercial. Una porquería. Porque la abrumadora mayoría de lo que se construye hoy en día es simplemente eso, una porquería con la que hay que acomodarse, tratando de no verla.
Esto es un problema también múltiple. Primero y fundamental, está el hecho de que la arquitectura comercial argentina es pasmosamente berreta, en lo material y lo conceptual. Prácticamente todos los edificios, en particular los de departamentos, pero también las casas, son construidos aplicando sólo dos reglas: los mínimos obligatorios del código en cosas como las alturas de cielorrasos, y el uso del material más barato posible. Nada más importa y los resultados están a la vista.
Sin embargo, no todo es costos. Hay, y bastante, construcción “a medida” y gente con amplias billeteras con ganas de travertinos, placares de madera dura y todo tipo de confort. Aquí entra la segunda baratura de lo que se construye hoy: la conceptual. No es nada nuevo y ya en 1930 Alejandro Bustillo anunciaba la que se venía en este texto: “La visita de los señores Steinhorff y Le Corbusier, apóstoles de un nuevo y peligroso concepto de arquitectura, revela que sus ideas encuentran campo propicio entre nosotros; favorecidas, sin duda, por la anarquía proveniente de nuestro cosmopolitismo y por la desorientación en que vive la mayor parte de nuestro público y de nuestros profesionales. Tierra muy fértil es la nuestra, pero propensa a que la invada la maleza”.
“Las formas escuetas y simples que ellos preconizan y que facilita enormemente la labor del proyectista harán que la mayoría de éstos la adopten, y de muy buena gana, a poco que merezcan el favor del público y de la crítica. Tienen indudablemente una ventaja y es que no requieren mayores conocimientos ni experiencia y que, dada la pobreza de elementos en juego, las posibilidades de error son mucho menores.”
“Atribuyo un interés muy relativo a las disertaciones teóricas de los que propician la renovación fundamental y completa de la arquitectura; pero deduzco de sus obras que no descansan sobre fundamentos muy sólidos. Su doctrina resulta excesivamente racionalista. En el mejor de los casos, un magnífico palacio construido sobre bases deleznables y pronto a derrumbarse. Eso de que la casa es la máquina de vivir no tiene ningún significado lógico, aun sin tomarlo en su verdadera acepción, y aquello otro de que la arquitectura nace de la ingeniería, por a y por b, tiene más valor aparente que real. (...) Me ocuparé, entonces, solamente de sus obras; las obras engañan menos que las palabras. Las plantas, de las que yo conozco, y lo digo sin el menor asomo de animosidad, son francamente malas. Desarticuladas, con los servicios mal ubicados, con poca independencia de las partes, revelan que la preocupación de la teoría ha dominado al sentido práctico y hecho olvidar lo aprendido en el estudio y la experiencia. No justifican de ninguna manera la disposición desordenada de los elementos arquitectónicos. Se advierte que la emancipación de las normas clásicas –orden, simetría, etc.– no ha sido suficiente para impedir el error y la arbitrariedad. Estos, por el contrario, parecen más bien agraviados por el hecho de haber escapado al riguroso contralor del clasicismo.”
Bustillo, que excepto por el encargo de la clienta Ocampo nunca le dio la menor pelota al movimiento moderno, previó con lucidez preclara que ése sería el único estilo, justamente gracias a su sencillez. Treinta y cinco años después, en 1965 y en su libro Buscando el camino, el maestro vuelve al tema cuando todo ya está perdido: “Pero la arquitectura moderna ha producido con tal profusión, falta de calidad y pareja monotonía (¡siempre la misma arquitectura, desde los polos al ecuador!), que no serán ya muchos los que se libraron de sentir en carne propia los efectos de sus inexcusables extravíos. ¿Quién que haya vivido en uno de estos aparatos seudoarquitectónicos no sabe de los molestos ruidos que se propagan y se amplían, como en cajas de resonancia? ¿Y de la mala disposición de los ambientes? ¿Y de la ordinariez de los materiales empleados? ¿Y del descuido y falta de estudio de los detalles de terminación? ¿Y de la mezquindad y estrechez de todo? Pero eso sí: en lo que respecta a maquinaria funcional moderna la exhibición es completa, como que es el principal señuelo para atraer a los incautos. Cocinas, heladeras y lavarropas ocupan un sitio de honor en la casa... La casa misma es un gran artefacto toda ella: horno o heladera, según la estación, donde se ubican, bien acomodados en sus respectivos casilleros breve espacio, cuerpos vivos y calientes en vez de viandas y verduras... ¡Y todas estas delicias a un costo fabuloso!”.
“Claro es que la arquitectura moderna ha producido un buen número de obras de mérito, serias y respetables, en las que se advierten las huellas del buen gusto y de la responsabilidad técnica. Pero nada más. No se siente en ellas el amor que pone en todas sus cosas el artista creador y ese sentir poético que daba alegría y calor de hogar a las viviendas de antaño. En rigor de verdad, todas estas viviendas parecen hoy muy bien dispuestas y planeadas... para destruir a la familia. ¡Ni los pájaros encuentran dónde posarse en ellas!”
“¿Y qué decir de la arquitectura monumental moderna? ¿Yo no creo que como están hoy las cosas pueda darse siquiera una tal posibilidad. El concepto de monumentalidad está muy ligado al de grandeza y éste al de alma y poesía... Ya sabemos que todo no depende del tamaño. De una montaña se dice que es gigantesca, pero no que es monumental. En cambio, a un soneto se lo puede calificar de monumento literario. El alma cabe en el tierno cuerpo de un niño y no cabe en el de un monstruo paquidérmico... Si bien es cierto que hay un espíritu moderno de empresa capaz de realizar obras descomunales, no es menos cierto que no se ve que haya un alma moderna, imbuida de grandeza, capaz de acercarse a la genuina monumentalidad. Se me ocurre que bastaría citar el ejemplo del nuevo edificio de la Unesco, que se ha levantado en París, frente a esa joya de la arquitectura de todos los tiempos que es L’Ecole Militaire, para que se comprenda que no todo es cuestión de querer... Esa pequeña concepción arquitectónica, agrandada, que no otra cosa es el palacio de la Unesco, ubicada junto a la monumental obra de Gabriel, parece recordarnos en una representación arquitectónica la fábula de la rana y el buey.”
Entonces, cuando se demuele un edificio patrimonial, no sólo se pierde un poco de historia: se tira algo bien hecho, armonioso y proporcionado, con historia y conectado a una historia, para reemplazarlo por un exhibidor de heladeras, incómodo pero rentable. Esta es una situación estrictamente cultural, ya que la arquitectura comercial nunca fue asunto de genios o creadores sino de comerciantes. Pero antiguamente estos comerciantes –desarrolladores, ingenieros, arquitectos, maestros mayores de obra– seguían un canon estricto guiado por ideas clasicistas. Hoy no hay más canon que el de las revistas.
Y eso agrega la segunda amargura de perder una pieza patrimonial: tener que pervivir con lo que la reemplaza.
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