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Sábado, 15 de marzo de 2008

NOTA DE TAPA

La última modernidad

Buenos Aires, Art Déco y Racionalismo es un inteligente y muy hermoso catálogo de dos estilos que fueron juntos el último período de grandeza y belleza de nuestra arquitectura.

 Por Sergio Kiernan

En estas Américas perdidas, la única idea que parece haber prendido es la del progreso. Esto tiene sus lados buenos, como comprueba cualquiera que visite un departamento español y se encuentre en un espacio tan mezquino y apretujado como la mayoría de los bares y locales. Los españoles, de este lado del Atlántico, construyeron grande y alto, lindo y amplio, porque para eso uno se iba a América, a hacerla y vivirla, a progresar. El lado oscuro de esta idea excluyente es que sólo vale lo nuevo, que nuevo es casi anagrama de bueno y que todo lo viejo es descartable. En arquitectura, esta obsesión terminó dando glorias constructivas de última generación y también nos acostumbró a tratar nuestros edificios como si fueran autos, algo que debe ser cambiado en cuanto sale un nuevo modelo.

Fabio Grementieri y Xavier Verstraeten vienen historiando largamente la herencia de nuestra arquitectura porteña, y juntos han producido libros de una belleza poco común entre nosotros. Esta semana están presentando Buenos Aires, Art Déco y Racionalismo, con lo que ya llegaron a la última fase de arquitectura de real calidad que hemos tenido. Es un libro para ver y para leer, erudito, muy legible y muy hábil en poner en un contexto cultural estas dos escuelas de arquitectura que resultan, nos convencen, inseparables como siameses.

El Art Déco y el Racionalismo son las primeras escuelas de diseño que presentan una clara influencia norteamericana, lo que muestra la ascensión de EE.UU. en el período de entreguerra. Por aquí no fueron las únicas en practicarse –el academicismo y el neocolonial siguieron lo más campantes– pero sí las que representaron a la vaca sagrada del progreso y la modernidad. Luego se vendría el suicidio cultural de la arquitectura, la renuncia a todo ornamento, la practicidad a todo costo, la berretez material y conceptual. Este libro es la historia de la última época en que una disciplina tan comercial como es la arquitectura aspiró a seguir siendo una manifestación cultural y un arte, y a tener grandeza.

Una cosa notable de la obra producida por Mimi Böhm, escrita por Grementieri y fotografiada por Verstraeten, es el enorme patrimonio que sobrevive en nuestra ciudad de esos tiempos. En obras que tocan otros períodos suele sobrevolar un aire de tristeza, tanto es el material que sólo se puede mostrar en dibujos o fotos de época, porque ya fue demolido. Pero este tomo derrama casas, torres, oficinas, hospitales, cines, fábricas, garajes, ministerios, aeropuertos y decenas de puertas que siguen allí, en muchos casos impecablemente bien conservados. Para cualquiera que conozca Buenos Aires, el libro funciona como un catálogo de viejos amigos bien seleccionados.

Otra cosa notable surge del capítulo sobre cómo se concebía Buenos Aires en estos años entre las guerras mundiales. Resulta que eran tiempos en que todo el mundo usaba traje, las señoras andaban con polleras globo y melenita, y los ojos se recargaban de rimmel, como se ve en el cine mudo. Los autos eran faetones descomunales y siempre negros, los caballeros solían salir de noche de pechera blanca y levitón, y cualquier poligrillo con pretensiones andaba de bastón y polainas. En este universo cultural, una torre de oficinas con aire de rascacielos, ascensores ultraveloces y puertas de acero inoxidable resultaba absolutamente moderna, violentamente avanzada, una ruptura mental.

Eso era modernidad y no lo que hoy dice ser vanguardia pero no le mueve el amperímetro a gente que porta un MP3 y percibe que su auto es más zafado y modernista que cualquier bodrio del arquitecto Alvarez.

Con excelente puntería, hay un capítulo sobre arte, páginas de pinturas, esculturas y hasta sepulcros, piezas gráficas y un delicioso catálogo de objetos decorativos que van de bibelots a cristales, pasando por las impactantes lámparas de la época –y qué fantásticas que resultaron las lámparas Déco—. Sólo hay dos capítulos dedicados a maestros de estos estilos: los hermanos Kálnay y Alejandro Virasoro. Lo cual de ninguna manera agota la lista de practicantes, con la notable bandera de Alejandro Bustillo, que practicó un racionalismo depurado con toques tradicionales que, bien señala el libro, casi roza el posmodernismo.

En fin, esta obra de Grementieri, Verstraeten y Böhm se agrega al no tan abundante catálogo de obras serias para el público general sobre el patrimonio porteño. Es un estilo de libro mucho más común en otras latitudes y que resulta particularmente bienvenido.

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Arriba, el notable atrio central del Banco El Hogar Argentino, de Alejandro Virasoro. Al centro, el emblema del ACA en 1940. Y abajo, la casa Gómez, un sorprendente trabajo de Alejandro Bustillo de 1931.
 
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