PATRIMONIO
› Por Sergio Kiernan
Simon Thurley es el director ejecutivo de English Heritage, ese león que cuida el patrimonio en el país con la mejor legislación del mundo. Es también un hombre mayor, que recuerda perfectamente la guerra y sus bombardeos, y cómo se reconstruyeron ciudades arrasadas como Birmingham o Londres y, de paso, se articularon esquemas utópicos. En un artículo reciente, Thurley señala algunos cambios en el mismo tejido físico de Gran Bretaña, algunos alentadores, otros deprimentes y varios francamente irónicos. Su título avisa que el país está siendo demolido.
Pese a la crisis, esa economía poscapitalista que es el Reino Unido vive un boom constructivo. Aunque las bolsas en derrumbe ya enfriaron los mercados, el nivel de valores inmobiliarios augura que la construcción será un estupendo negocio por muchos años. De hecho, cada año los británicos tienen que construir 200.000 unidades de vivienda sólo para no crear un déficit, más toda la infraestructura que las acompañan.
La primera ironía es que la mayoría de lo que se está demoliendo para hacerles lugar a estas nuevas casas y edificios no es patrimonio sino edificios de posguerra. ¿Qué tienen en común? Que son de hormigón y se están cayendo a pedazos. Los ingleses viven en casas que tienen cuatro o cinco siglos sin que les parezca notable –hay que ver lo que valen, además–, pero ya decidieron que el hormigón armado no llega al siglo sin reventar. Y resulta más conveniente reemplazarlo que repararlo.
En los años sesenta y setenta, muchos pueblos y ciudades pequeñas de Gran Bretaña –sobre todo del sur, en Inglaterra– pensaron en reanimar sus economía con dos errores: shoppings y nuevos edificios públicos. Fueron tiempos en que las municipalidades gastaron fortunas en comprar lotes y casas para que se construyeran centros comerciales, algunos de hasta diez manzanas de superficie. Cuarenta años después, este tipo de arquitectura da pena de verla y está siendo reemplazada. Según Thurley, en algunos casos se la reemplaza por complejos comerciales mejor pensados y construidos, pero en la mayoría de los casos cae un shopping y se alza otro aun peor.
Al mismo tiempo que se demolía para hacer shoppings se tiraban abajo los edificios públicos victorianos, reemplazados por piezas más grandes y brutalistas. No es difícil imaginar el efecto de un pedazo de hormigón de este estilo y esas escalas en un pueblo inglés. Según indica Thurley, el odio acumulado a ese tipo de edificios les está costando la vida: están siendo demolidos uno tras otro para ser reemplazados por arquitecturas más integradas al entorno, menos teóricas y de mejor calidad. Lo mismo ocurre con las autopistas y avenidas perimetrales de varias ciudades y pueblos grandes, que están siendo desarmadas y reemplazadas por cruces y tréboles fuera del tejido urbano.
Lo más preocupante que señala Thurbey es el problema de que miles de edificios públicos victorianos y eduardianos ya no tienen ni chance de adaptarse a los códigos urbanos actuales. El autor señala la paradoja de que se cerraron cientos de escuelas y se está gastando un dineral en reemplazarlas, lo que creó una seria falta de vacantes para los chicos. A la vez, la mayoría de estas escuelas cerradas son patrimonio protegido y no puede ser demolido, por lo que hay cientos de escuelas cerradas a candado y sin uso inmediato. Lo mismo ocurre con cuarteles de bomberos, comisarías, bancos, hoteles, centros deportivos y piscinas públicas. Thurley se permite recomendar que se adapten un poco los códigos y se dividan las exigencias entre las que tiene que cumplir la construcción nueva y la que tiene que respetar un reciclado. Entre nosotros ya empezamos a tener ese problema, lo que genera un inmenso grado de destrucción en edificios que son readaptados a usos nuevos y de los que queda, en concreto, apenas la fachada. El interior debe ser arrasado por orden superior.
Una cosa interesante que señala Thurley medio al pasar, dándola por sabido, es la fuerte inversión pública en vivienda barata que se hace en su país. Hace rato que los pobres ingleses ya no pueden vivir en las ciudades y se mudaron a los suburbios, donde se construye más barato, subvencionado y con crédito oficial. Esta tendencia, la gentrificación urbana, ya sucede en nuestras mayores ciudades, pero no hay ninguna política pública. Por supuesto, resucitar instituciones como el Fonavi lleva a niveles de corrupción que ya conocemos, pero tal vez algún experto pueda sugerir modos alternativos para que se construya vivienda más barata sin llenarles los bolsillos a los políticos.
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