Sábado, 29 de marzo de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
La Comisión de Patrimonio de la Legislatura recibió una andanada de proyectos para proteger 81 edificios y 45 pasajes. En el conjunto hay muchas obras de Colombo, los premios municipales que sobreviven y hasta una obra de Testa.
Por Sergio Kiernan
Todavía hace tanto calor que está en duda que el verano alguna vez vaya a terminar. Pero para la Comisión de Patrimonio de la Legislatura porteña sin duda que se acabó, que es marzo y que hay mucho que hacer: su presidenta, la diputada Teresa de Anchorena, acaba de presentar una batería de proyectos de catalogación que abarca 81 edificios y 45 pasajes porteños. Como se sabe, bajo el marco del fallo de la Cámara porteña del año pasado referido a Montevideo 1250, el solo hecho de presentar el proyecto protege automáticamente el objeto del proyecto hasta que la Legislatura se decida por sí o por no. En estos tiempos, no es poco.
Los 126 objetos y espacios urbanos entran en cinco proyectos de ley, por temas.
Uno de los proyectos complementa la protección genérica ya entrada a la Legislatura para el listado de edificios representativos que compilaron durante la gestión Ibarra-Telerman las chicas superpoderosas, ya recicladas en otras funciones donde al parecer pueden hacer menos daño con su proverbial incapacidad. Este proyecto toma los 52 edificios que sobreviven de la lista de premiados con el viejo Premio Municipal. Esta lista fue atacada como por las hordas más bravas de una tribu bárbara armada con piquetas y llegó un momento en que parecía que la usaban para elegir víctimas. Aun así se salvó una buena cincuentena, que forma una antología de estilos de varias décadas de arquitectura comercial de bastante buen nivel. Estos premios fueron siempre bastante conservadores, como sucede en distinciones oficiales, pero sorprendentemente coherentes y con un ojo afilado a la calidad proyectual y constructiva. Faltarán autores y piezas de vanguardia en la lista, pero hay pocos sapos y el conjunto, mayoritariamente anterior a la decadencia total de la arquitectura en Argentina, es indudablemente patrimonial.
El siguiente proyecto de ley presentado es una verdadera sorpresa, ya que incluye seis edificios que todo el mundo hubiera jurado que ya estaban protegidísimos. Pero Teresa de Anchorena descubrió que las grandes terminales ferroviarias de la ciudad no tienen la menor protección patrimonial, por lo que incluyó las de Constitución, Once, Chacarita y las tres de Retiro, todas con el máximo grado posible, el estructural.
La estación más vieja y más mañera en lo formal es la de Constitución, cuyo edificio original es de 1865, fue incesantemente remodelado y ampliado, y cuenta con un anexo enorme y muy posterior. La estación más moderna es la del Lacroze, la única en estilo racionalista, construida entre 1951 y 1957 como símbolo de loa ferrocarriles ya nacionalizados en 1948. En el medio en el tiempo quedan la de Once, que empieza a tomar su aspecto actual con el tercer edificio cabecera del Ferrocarril Oeste a partir de 1896, y las tres de Retiro, que van del único sobreviviente del galpón de madera y fierro con el que todo empezó –la San Martín– a la más gloriosa estación del país, la del Mitre, pasando por ese raro edificio incalificable del Belgrano.
Las estaciones ferroviarias son piezas patrimoniales de particular valor por varias razones. Primero, por su escala y asentamiento en el espacio urbano, en todos los casos con buenas perspectivas que permiten admirarlas, mostrarlas e instalarlas como referencias en la ciudad. Segundo, porque al ser piezas de arquitectura parlante, institucional, suelen tener niveles simbólicos importantes y estar muy, pero muy bien construidas, pensadas y decoradas. Tercero, claro, porque son edificios de acceso público, de uso cotidiano y en muchos casos el espacio más hermoso que recorra un porteño en la vida real. En esto, nuestras estaciones ferroviarias equivalen al subte de Moscú, deliberadamente creado para inyectar belleza y color a la capital del país.
El lento proceso de recuperar estos edificios, degradados por desidia y casi por inquina social, puede encontrar una fuerte herramienta legal en esta ley, que al menos impedirá judicialmente nuevos desmanes. La experiencia de la estación del ex Roca, que no fue una restauración canónica pero sí una limpieza, mantenimiento y sobre todo despeje de kioscos y bolichitos, indica que estos edificios tienen mucho que dar.
Quizás el proyecto más llamativo es el que toma 22 edificios sobrevivientes del arquitecto italiano Virginio Colombo, una de esas adquisiciones invaluables de la Argentina que atraía talentos. Según explica la arquitecta Laura Weber, asesora de Anchorena, Colombo vivió entre 1885 y 1927, nació en Brera, Milán, y fue “importado” por el Ministerio de Obras Públicas en 1906 como parte de un equipo que decoró el Palacio de Tribunales, que ahora está siendo también restaurado. Colombo consiguió otros empleos enseguida y empezó una carrera breve pero distinguida en Buenos Aires que arranca con la Medalla de Oro por dos proyectos para los pabellones de festejos y actos públicos de la exposición del Centenario.
La gran marca de Colombo entre nosotros es haber representado una creatividad entusiasta y bastante inclasificable, con mucho de la versión tana del Art Nouveau, el floreale y con piezas como la Casa de los Pavos Reales de Rivadavia 3222 y la sede de Unione e Benevolenza, que ya fueron protegidos por otras leyes junto a otros cinco edificios.
Una de las bellezas de este proyecto es que nace realmente del entusiasmo de un ciudadano, Alejandro Machado, creador de nueve blogs dedicados a arquitectos de valor patrimonial. Machado es un apasionado de Colombo, al que le dedicó la página www.virginioco lombo.com.ar, que realmente vale la pena recorrer. El proyecto incluye prácticamente toda la obra sobreviviente de Colombo, una antología de los estilos que frecuentó con edificios como la vieja farmacia del Capitolio en Córdoba 2554 y el garaje de Hipólito Yrigoyen 2459, de lo más modernos e internacionales, la fábrica de calzados Anda en Humberto Primo 2048, práctica pero con una fachada canónicamente demorada, y la vivienda particular de la familia Anda, en Entre Ríos 1081, muy ecléctica y con algo románico, además de varios petit hoteles y edificios de renta clásicos.
El proyecto de preservación de los pasajes porteños hace coherente y general una idea de limitación de alturas ya aplicada en pasajes por aquí y por allá. Simplemente, se agrega al código una limitación para calles más estrechas, que es la característica de un pasaje que pasa desapercibida porque todos pensamos que su definición es que sean cortos. Los pasajes porteños que tengan doce metros de ancho o menos no podrán tener edificios más altos que el ancho de la calle. Y los que tengan entre 12 y 17,32 tendrán la misma limitación –ancho de calle como máximo de altura– con el agregado de un piso retirado por lo menos tres metros de la línea de frente. Metro más o menos, es la idea base que se aplicó recientemente en Caballito para moderar la especulación inmobiliaria en las calles de una amplia zona urbana.
Este límite a las alturas protege de facto el patrimonio edificado por la lógica de hierro de los números. Una casa baja en un lote donde se puede edificar en altura pierde todo valor material, ya que lo único que se vende y se compra es el terreno y su potencial de irse para arriba. En una zona con la altura limitada, el terreno pierde valor relativo y los metros existentes, el edificio real y efectivo, gana valor. Demoler una casa para construir otra es una manera efectiva de perder dinero, un gusto para gente próspera de más. El ciudadano normal va a comprar, reciclar y a lo sumo ampliar un poco.
El proyecto final es también muy original, ya que es de los primeros, si no el primero, en proteger un edificio impecablemente moderno. Se trata de la casa que le diseñó Clorindo Testa a Guido Di Tella en Arribeños 1308 y que hoy pertenece a un colegio de la comunidad judía. La casa fue creada en 1968 por Testa junto a Irene Van Der Poll y Luis Hervia Paul, en plena fase brutalista y hormigonera del arquitecto, al que ya se le había pasado la ortodoxia lecorbusierana y todavía no había llegado al casi deconstructivismo que lo caracteriza hoy. La casa tiene un frente de tapia y es de un nivel, con patios centrales y patio de fondo.
Según parece, le está llegando la hora de la protección a la generación de arquitectos que en su juventud renegó de toda tradición. Es una gran ironía que figuras como Solsona defiendan esta preservación, ya que la ideología de esta modernidad era rebelde y mala hija, proponiendo una tabla rasa con todo lo anterior. Esta actitud de pintores no sorprende tal vez en Testa, que es también pintor y muestra una mentalidad plástica, pero fue un verdadero suicidio cultural para la arquitectura: no sólo cortaron con todo el andamiaje histórico que los precedía sino que lo declararon efectivamente basura superada. De ahí viene esa actitud presumida de considerar todo edificio antiguo como un lote ocupado que debería despejarse con una buena demolición. Así, los modernos podrán expresarse en el lenguaje de la nueva y única verdad.
Irónicamente, la casa Di Tella forma parte de un conjunto de tres propiedades compradas por el colegio de la calle Arribeños para una futura expansión, con lo que sería demolida para edificar otra novedad todavía más moderna. Es posible que a Testa no le preocupe esto en particular –él mismo mandó a pintar sin parpadear su Banco de Londres, ícono del brutalismo hormigonero– pero Solsona es el primer arrepentido. La actitud moderna es cosa que va bien en adolescentes, pero es una zoncera como política pública.
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