Sábado, 19 de abril de 2008 | Hoy
LIBRO
Hay un debate ya viejón entre eso del patrimonio material y el inmaterial, cultural, costumbrista. Este debate se pone de a ratos como discusión, porque el segundo término sirve y servirá de excusa para el flojo, el corrupto y el cómplice: el patrimonio no son los edificios que tan rentablemente dejaré demoler sino los amigos en el bar, la calesita, los vecinos en la plaza. La gestión Telerman –editorial y estudio de arquitectura, SRL– dio un ejemplo inolvidable de esta mentalidad trucha y medio que le dejó un mal nombre a este tipo de patrimonio. Resulta injusto, porque lo inmaterial resignifica los ladrillos, les da sentidos y permite valorizarlos. Si uno mira una pulpería desde lo edilicio, se encuentra con unos adobes viejos, un edificio muchas veces pensado como provisional. Si uno mira una pulpería como tal, como pulpería, se encuentra con un evidente tesoro.
Este silogismo lo tienen muy en claro en Pueblo Liebig, Entre Ríos, apenitas pasando Colón. Quien llegue allí por el río o la ruta, o mejor por el camino que une ambas localidades, se va a encontrar con los amplios ladrillos de la alguna vez muy célebre fábrica de extracto de carne que usaba el proceso del Herr Dokctor Professor Justus Liebig. El extracto de carne es un artículo de la época pre-vitaminas, producto de la búsqueda de fortificantes, tonificantes y vigorizantes alimenticios y portátiles, y era popularísimo en forma de cubos –la marca más famosa era OXO– o como un jugo. Las latas y cubos producidas en Pueblo Liebig y en Fray Bentos, Uruguay –la otra planta de la Liebig Company–, alimentaron el esfuerzo aliado en la Primera Guerra y sacaron a cientos de miles de niños y damiselas de la “consumición”.
Luego todo quebró, los clippers a vela y los vapores de proas verticales ya no subieron el Uruguay a buscar corned beef y jugos. Las fábricas quedaron allí. En Fray Bentos, la Liebig es una instalación bastante bien conservada y abierta al turista –la revista británica World of Interiors, árbitro actual de la elegancia, le dedicó hace poco una nota asombrada– pero un objeto más en un pueblo que ya vive de otras cosas, como la papelera de la discordia. Pero Pueblo Liebig era literalmente una criatura de la planta y su cierre fue un problema mayúsculo.
Adriana Ortea es una arquitecta porteña que encontró en Liebig una nueva vida, más tranquila, en una de las viejas casonas con patio y jardín que hace un siglo alojaban a los directivos de la fábrica. Ortea trabaja en la Gestión del Patrimonio Industrial y dirige el proyecto del archivo marca Liebig, con dos objetivos en mente: preservar el pueblo físicamente y darle una mejor vida económica, cosas que suelen ir de la mano. Su último esfuerzo es el libro “Fotografía en palabras: la Liebig de Martí”, que mezcla sin fisuras los dos conceptos de patrimonio.
Este Martí del título es un poeta, aunque no el de las grandes odas panamericanas sino el de las íntimas y locales. Autor de muchos libros, tipógrafo y periodista, rosarino afincado en Liebig desde la más tierna infancia, Jorge Martí hace de hilo para contar la vida de Liebig en su apogeo y para compilar un álbum de imágenes realmente valioso. Es que este pueblo es un ejemplo de planeamiento urbano finisecular, con un lenguaje criollista llamativo en una instalación británica. A esto se le mezcla el álbum personal del poeta, que permite en muchos casos ver las casas y calles como eran originalmente. Hay una, felizmente reproducida a página completa, de Martí en triciclo en el patio de su casa en 1931, patio equipado con pajarera y con una galería cerrada con mosquiteros y trellis, cenefas de madera calada y cerramiento de tabla vertical y ventana repartida.
Liebig es un caso de patrimonio industrial de primera importancia que abarca a una comunidad entera. Es, también, menos conocido de lo que debería ser y este libro de Ortea ayuda a difundir este pequeño tesoro.
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