Sábado, 31 de mayo de 2008 | Hoy
MICROCENTRO PORTEñO
El CPAU envió una carta a la Legislatura oponiéndose a la protección patrimonial en la City, un rincón carísimo
de la ciudad que ya abunda en torres horribles y muy rentables. Argumentos carenciados y ejemplos absurdos.
Por Sergio Kiernan
Hacer lobby, como todo en esta vida, es una profesión. Y como todas las profesiones, algunos las ejercen con toque liviano y otros las perpetran. Los arquitectos Francisco Prati y Enrique García Espil, presidente y secretario del Consejo Profesional de Arquitectura y Urbanismo, CPAU, intentaron darle sutileza a un reciente esfuerzo de lobby. La cosa no les funcionó porque buscan defender algo detestado, indefendible y burdo, las torres de la City porteña. Lo hacen, por supuesto, porque este tipo de edificio es un negoción para los grandes desarrolladores, las grandes constructoras y los grandes estudios de arquitectura.
El CPAU viene a ser el colegio profesional de los arquitectos y su representación legal –la SCA, por ejemplo, es voluntaria y optativa– y en teoría defiende sus intereses como clase. Pero parece que hay arquitectos y arquitectos, estudios y estudios, lo que explica que Prati y García Espil hayan escrito una larga carta a las presidentas de las comisiones de Planeamiento Urbano y de Patrimonio de la Legislatura porteña. El texto que recibieron las diputadas Silvina Pedreira y Teresa de Anchorena se presenta como una meditación urbana sobre la City porteña, pero prontamente se revela como un esfuerzo pesadón por evitar que se prohíban las torres en ese sector del microcentro.
La Legislatura tiene en comisiones el proyecto 2366/J/07 que crearía un APH en la City, el pequeño barrio entre Plaza de Mayo y la avenida Córdoba que concentra nuestros bancos y, por eso, algunos de los edificios más lujosos, mejor construidos y hermosos de Buenos Aires. Los arquitectos arrancan afirmando que hay que respetar lo que dice el Plan Urbano Ambiental, que ellos interpretan como un freno a “los parches” y un llamado a “una visión de conjunto”. La queja sigue con que el proyecto de ley “se desarrolla sobre una única variable urbanística, como es la consideración del patrimonio edilicio”. Para variar, los arquitectos lo declaran “necesario pero no suficiente” y llaman a considerar también el tránsito, el transporte urbano y el destino de las playas de estacionamiento. Nuevamente, citan el Plan Urbano Ambiental, que es deliciosamente ambiguo y abierto –por algo lo impulsaron Ibarra y Telerman– y hasta hablan de radicar viviendas en la City. Prati y García Espil quieren “ensanchar o ampliar áreas públicas” y citan a los catalanes y a programas de las principales ciudades del mundo.
Todo esto es muy bonito, pero a mitad de camino de la carta los arquitectos van al punto que les interesa y escriben: “La prohibición de la tipología de la torre no parece ser una solución al C1 (nombre legal de la City) ni una buena estrategia de protección del patrimonio existente allí”. Luego citan a la ciudad de Londres y afirman que hacer torres permite ensanchar espacios y crear áreas públicas. Y hasta se meten a explicar que “la mala fama de las torres en nuestro medio” no proviene de esa tipología en sí sino de que las inserten en barrios de casas bajas.
Todo esto es falso. En Buenos Aires no gustan las torres en ninguna parte, ni siquiera en un entorno que, como señalan estos dos arquitectos, ya está marcado por las torres y los edificios de oficinas, y donde nadie se va a quejar porque le quiten el sol al jardincito. Este disgusto hacia las torres proviene de su simple tamañazo y de la grosería impertinente de cortar el cielo. Que la torre se retire y permita un ensanche de la vereda es poco y nada comparado a su efecto de elevar la concentración de peatones y a su fealdad superlativa.
Fíjense lo que son las cosas, los arquitectos se permiten dar como ejemplo positivo la torre nueva de San Martín y Bartolomé Mitre, una masa inmóvil y de espantos que reemplazó un edificio de claro valor patrimonial. Elogiar esa obra es mero espíritu de cuerpo, obediencia debida al exitoso y muy influyente estudio que lo diseñó.
Otra cosa que pone de mal humor a los arquitectos es que el proyecto ordena que los futuros edificios que sí se puedan construir tengan que respetar “las líneas de los edificios del área”. Tan ofendidos se sienten que hasta dicen que “resulta inconveniente que un funcionario tenga en sus manos la evaluación de esta condición en los proyectos que se presenten a la autoridad de aplicación”. Aclaran que no aceptarían siquiera un “conjunto de representantes de entidades” porque es “un riesgo demasiado alto”.
Esta defensa de la libertad creativa resultaría noble si no se conocieran ya los resultados de la “creatividad” de la arquitectura corporativa. Estos resultados son tan abominables, descartables y comerciales que justamente llevan a este proyecto de ley para evitarlos. Por la lógica económica, se destruyen edificios bellos y bien construidos para reemplazarlos por cosas apenas rentables, sin la menor preocupación por ningún otro elemento. Y luego, a tantos metros de altura, hay que bancarse los logotipos bancarios iluminados como faros, para que ni de noche podamos olvidarnos de los bodrios.
Lo único rescatable de este esfuerzo de lobby es el anteúltimo párrafo, que señala que no queda en claro en el proyecto qué altura pueden tener los edificios nuevos vecinos a los catalogados. El último párrafo “reitera” que el CPAU no considera conveniente que se trate el proyecto.
Pues parece que es hora de pagar por los pecados del arquitectonismo salvaje, del mal gusto acumulado a tal punto que el objeto de San Martín y Bartolomé Mitre puede ser citado como ejemplo de algo. Parecería increíble que hayamos llegado a tanto, pero hay que recordar que todo esto baila al ritmo de la vieja canción de Cabaret: “Money, money, money...”
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