Sábado, 4 de octubre de 2008 | Hoy
Muy civilizadamente, los jurados del Premio Driehaus hablaron de edificios y urbanismo en Buenos Aires. Encantados con su visita, estos campeones del neoclásico explicaron algunas cosas.
Por Sergio Kiernan
Anduvieron por ahí leyendo el libro de arquitectura a cielo abierto que todavía es la muy demolida Buenos Aires. Que el Palacio de Aguas –favorito general–, que el Estrugamou, que el Congreso. Pudo parecer, a veces, un encuentro de coleccionistas, con frases tipo ¿conocés la escuela palladiana en Palermo?, ¿ya vieron una casa chorizo? y disquisiciones divertidas y ramificadas sobre la marca urbanística de San Telmo y la relación de este puerto con su río. Esto es lo que pasa cuando se junta un grupo de viejos amigos que son arquitectos, se dedican a los estilos históricos, no se asustan ante el dogma de “eso ya no se puede hacer porque ya se hizo” y que además les va muy, pero muy bien.
Se trata del jurado del premio internacional Richard Driehaus, creado hace cinco años por la escuela de arquitectura de la Universidad de Nôtre Dame, en Indiana, y por el financista de Chicago, coleccionista, mecenas y creador de museos, que no pudo venir por el terremoto en Wall Street. El premio distingue y recompensa generosamente a arquitectos que hagan obra nueva anclada en los principios de la arquitectura tradicional, del urbanismo más sano y de lo que sabemos hoy sobre impacto ambiental. Y que tenga un claro y positivo impacto cultural y artístico.
Para darse una idea, el primer premio fue dado en 2003 al luxemburgués Leon Krier, que lleva años de pedimento y entablatura pero se hizo famoso por ser el arquitecto del príncipe de Gales en ese éxito –económico, urbanístico– que es Poundbury. El siguiente fue para Demetri Porphyrios, autor de joyas como las galerías Duncan, hogar de una colección de esculturas supermodernísimas, del auditorio del New Grove Quadrangle en el Magdalen College de Oxford y de oficinas envidiables y elegantes como las del edificio de Three Brindleyplace en Birmingham, Inglaterra. En 2004, el premio le tocó a Quinlan Terry, creador de una serie de grandes casas en Regent Park, lo mejor de Londres, que se llevan de maravillas con sus vecinas Regency y victorianas tempranas, entre muchas otras obras. En 2006, el Driehaus fue para Allan Greenberg, un espectacular especialista en la variante norteamericana del georgiano, ese de verandas y porches con grandes columnatas. El del año pasado fue para Jacquelin T. Tobertson, una arquitecta de toque tan delicado que hasta hace neoclásico tropical, de una síntesis que alegraría a los griegos.
El grupo que se reunió en Buenos Aires para decidir al próximo premiado incluyó a Krier –en su cuarta visita– y un grupo que arranca, damas primero, por Adele Chatfield-Taylor, que es una especialista en gestión cultural con un amplio currículum en patrimonio, políticas de arquitectura y preservación, y desde hace veinte años dirige esa maravillosa pieza civilizatoria que es la Academia Norteamericana en Roma. Sigue Paul Goldberger, que es el crítico de arquitectura de la revista The New Yorker, tiene un Pulitzer y varios libros a su nombre, y enseña diseño y preservación en la Parsons Schools of Design, de la que fue decano. Michael Lykoudis es el decano de arquitectura de la Universidad de Nôtre Dame, autor de varios libros sobre “la otra modernidad”, un experto en eso de discutir falsos parámetros de modernidad y un docente que impulsa ampliarle la cabeza a sus estudiantes de arquitectura. Le sigue el empresario Robert Davis, multipremiado por sus desarrollos urbanos y creador de la ciudad de Seaside, en Florida, tendida y reglamentada para que sea un lugar sin alienaciones abstractas y un exitazo. Y para terminar, el expansivo David Schwarz, que diseñó Seaside y es un creador de edificios públicos –como la biblioteca de la foto, en Texas– que se le anima a los teatros y es saludado como uno de los últimos seres vivos que no sólo sabe restaurar el Art Decó sino que sabe diseñarlo.
¿Se sienten solos estos arquitectos en un mundo dominado por estrellas de la novedad? “Para nada”, es la respuesta unánime. Krier, con su acento inubicable –resulta que es de los últimos criados en luxemburgués, un dialecto “que debemos hablar como dos mil personas”– explica que “hoy más que nunca queda claro que en una cultura tradicional o conectada con su tradición hay una cohesión entre materiales e ideas que hace posible buenos resultados, de calidad, aun en piezas de arquitectura mediocre. Pero estamos en un mercado en el que el estilo es definido por la maquinaria que produce edificios. Es imposible controlar el kitsch, el mal gusto, los errores, porque la tecnología empuja a hacer ciertas cosas y a la vez permite hacer cualquier cosa: si uno hace un edificio al revés, el hormigón impide que se derrumbe”.
Lykoudis va directo a otro tema casi mítico: el del costo. “Hay arquitectura modernista que es mucho más cara que la tradicional, y abundan los casos de fortunas enterradas en edificios muy modernos que resultaron más caros que otros neoclásicos. No hay que olvidar que el vernacular, el estilo del lugar, siempre está muy adaptado a las condiciones locales y tiene resultados estéticos y materiales notables. La idea de que existe una sola solución para todos los problemas de arquitectura es falsa y termina costando mucho dinero en errores, en edificios que no funcionan realmente. Y en construcción, el costo real se ve con el paso del tiempo...”
Todos coinciden en que el problema actual es que las ciudades son un proceso de transformación que nadie sabe realmente cómo debe ser. Según Lykoudis, “si no paramos la mano pronto, las capitales de casi todos los países van a terminar absorbiendo casi toda la población del país. Con esa lógica urbana, de alta densidad, cada lote en el mundo tiene que ser un rascacielos. Esto es pura entropía, algo insoportable para vivirlo e impagable en términos de energía”.
Para Schwarz, la cosa empieza por una cuenta muy simple: “Desde tres mil antes de Cristo hasta 1930 se hizo arquitectura de una manera. Ahora nos quieren imponer la idea de que todos estuvieron equivocados todo el tiempo y que con la modernidad se encontró la solución. Lo cual no explica que pasen las modas, como en cualquier otra cosa, y que las soluciones de hace unos años sean rechazadas hoy”. Schwarz señala que destruir una ciudad no es negocio, que lo que se pierde es parte del encanto de la ciudad. “¿Quién quiere vivir hoy en Bangkok o San Pablo? Nadie, son ciudades que pierden por haber sido destruidas y vueltas a construir. Venecia tiene una segunda vida solamente porque fue preservada, San Francisco es carísima y exitosa por su bella arquitectura, París y Londres son dínamos mundiales con preservación rigurosa.”
“Ustedes están justo al borde. Buenos Aires está por caer y perder su belleza. Recuerden que la idea de que entre más alta sea la ciudad, mejor, es provinciana, atrasada, aislada y payuca”.
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