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Sábado, 13 de diciembre de 2008

OPINIóN

Patrimonio, progreso y progresismo

 Por Facundo de Alemida*

Cuando se alzan voces y se promueven acciones en favor de la preservación del patrimonio arquitectónico de la Ciudad, no faltan quienes en tono paternalista y condescendiente dicen que no hay que proteger los edificios valiosos, porque eso es oponerse al progreso. Para el diccionario de la Real Academia Española, progreso significa “avance, adelanto, perfeccionamiento”. Ninguna de estas acepciones parece definir el efecto que produce la demolición indiscriminada de inmuebles de valor patrimonial, la alteración de fachadas y la destrucción de empedrados y trazas históricas que dan cuenta de los orígenes, evolución y formas de vida de nuestra ciudad. Y aún menos, su reemplazo por obras realizadas con materiales de menor calidad y peor diseño.

Se trata de mucho más que de preservar el pasado, se trata de conservar edificios que por sus atributos y cualidades garantizan una mejor calidad de vida. Y que cuando forman conjuntos como pueden ser los barrios de San Telmo, Caballito o Floresta –hoy en conflicto por el avance de obras indiscriminadas e innecesarias– hacen a un estilo de vida particular, cuya homogeneización y deterioro no es un progreso sino todo lo contrario.

¿Alguien en su sano juicio y de buena fe puede interpretar que la pérdida de edificios construidos con materiales nobles, técnicas artesanales prácticamente irreproducibles y diseños artísticos destacados significa un avance, perfeccionamiento o mejora para nuestra ciudad? No lo es desde el punto de vista cultural y simbólico, y tampoco desde el económico. La demolición de inmuebles para los que fue necesario invertir tiempo, dinero, conocimientos y materiales hoy irreproducibles es más bien un retroceso. Así lo expresaba en 1975 la Carta Europea del Patrimonio Arquitectónico: “Cada generación da una interpretación diferente del pasado y extrae de él ideas nuevas. Cualquier disminución de este capital es tanto más un empobrecimiento por cuanto la pérdida de los valores acumulados no puede ser compensada ni siquiera por creaciones de alta calidad. Además, la necesidad de ahorrar recursos se impone en nuestra sociedad. Lejos de ser un lujo para la colectividad, la utilización de este patrimonio es una fuente de economía”.

Conservar el patrimonio es, aunque parezca contradictorio, un gesto progresista. Proteger un derecho colectivo y un bien común, como son la calidad ambiental, el valor simbólico que representa la memoria de la comunidad reflejada en la arquitectura y el hacer accesible la belleza de los edificios a todo el mundo, frente a la intención individual de destruir casi siempre por simple codicia, expresan los valores de una sociedad respetuosa de su pasado y consciente de su futuro.

* Licenciado en Relaciones Internacionales, especializado en gestión cultural. Jefe de Asesores de la diputada Teresa de Anchorena (CC).

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