La diputada Teresa de Anchorena acaba de presentar un proyecto ingenioso para revitalizar la legendaria confitería, que sigue misteriosamente cerrada año tras año.
› Por Sergio Kiernan
La larga, muy larga, agonía de la Confitería del Molino puede estar terminando. Esta semana, la diputada porteña Teresa de Anchorena (CC), presidente de la Comisión de Patrimonio de la Legislatura, presentó un proyecto que puede salvar al magnífico edificio. Es un proyecto pícaro que deliberadamente busca expropiar sólo una parte de esta esquina de Callao y Rivadavia, de modo de devolverle vida económica. Y es un proyecto que hasta puede autodetenerse si logra cumplir su función de disparador de la iniciativa privada. Es que El Molino está en un limbo muy difícil de entender para cualquiera que lo mire siquiera y reconozca su enorme valor material.
La historia de la confitería es, para variar, casi exclusivamente cosa de italianos. En 1914 la marca pertenecía a Gaetano Brenna, inmigrante y socio de los Rocatagliatta, ya con su forma completa de “Antigua Confitería del Molino”. Brenna necesitaba un nuevo edificio para unificar sus locales y para reinaugurar una esquina de inmenso valor simbólico, justo enfrente del todavía flamante Congreso y a una cuadra apenas de la calle de las grandes tiendas de tela, la Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen).
Brenna evidentemente sabía cómo elegir proveedores, porque contrató a su paisano Francisco Terencio Gianotti, joven arquitecto que ya se había lucido en el “nuevo paese”. Gianotti tenía 33 años, había nacido en Turín y estudiado Bellas Artes en su ciudad y arquitectura en Bélgica, había trabajado en Milán y llegado a Buenos Aires en 1909, con 28 años. El muchacho venía bien fogueado, con el modernismo de la época digerido y con la representación de la firma Arcari, Fontana y Compañía, proveedores de todo tipo de elementos constructivos y muebles. El primer trabajo de Gianotti fue como dibujante en un estudio, cosa de aprender el idioma, las mañas y el mercado local. Ahí conoció a su compatriota Mario Palanti, con quien construyó el pabellón italiano para la exposición del Centenario.
Gianotti se independizó en 1911, construyó una mansión y cuatro edificios de renta –quedan dos, de 1912, en Marcelo T. de Alvear al 1400– y la pegó rápidamente con un proyecto que lo puso en el mapa. Era un rascacielos con galería comercial que después de algunas vueltas se llamaría Galerías Güemes y todavía es una de las glorias de esta ciudad. El comienzo de su carrera también significó un cambio de proveedores, porque así como sus primeras obras tenían hierros, vitrales y bronces de Arcari y Fontana, la Güemes y El Molino muestran con orgullo elementos arquitectónicos enviados por la empresa de su hermano Giovanni.
Mientras construía la Güemes, Gianotti recibió el encargo de Brenna. El compatriota tenía su confitería justo en la esquina y en los últimos años había comprado la casa de renta de al lado, sobre Callao, y una casita sobre Rivadavia. Brenna le planteó un problema: había que demoler la casita, reformar la casa mayor, ampliar la confitería e integrar el conjunto, pero no se podía cerrar el local. Gianotti resolvió el problema en cosa de un año.
El hombre era un virtuoso técnico. El Molino tiene tres subsuelos y una planta baja con estructura de metal, y por encima se alza en hormigón, en varios casos premoldeado. La famosa cúpula, por ejemplo, se armó como un rompecabezas, sin encofrados. El Molino tiene la forma básica del edificio académico típico de Buenos Aires, abrazando su esquina, con su piel de piedra París y su simetría. Pero su gloria sigue en su ornamentación y en la extraordinaria fantasía de su exterior.
El Molino tiene una planta baja que es una gloria, con su alero perimetral de hierros y farolas de vitralería, mármoles y bronces, y unas puertas como pocas. El símil piedra de la fachada es puntuado por toques de color en mayólica y arriba se alza una de las cúpulas más fantasiosas, guapas y llamativas de esta ciudad de cúpulas. Calada, la aguja de la cúpula fue cerrada con más vitrales, que se iluminaban como un fastuoso logotipo, justo encima de las aspas del molino de fantasía. Y el interior del local es el más exquisito espacio público que nos queda, lejanamente superior a cualquier competencia, con una escalinata escultural de dar envidia.
Si Brenna quería que su confitería fuera única y especial, Gianotti la transformó en un monumento a la modernidad y la opulencia.
Nuestra ciudad tonta es capaz hasta de dejar de lado a un tesoro como El Molino. Confitería politizada, se sostuvo por lo proverbial de su panadería y la obcecación de ciertos porteños de frecuentarla. Esos eran fáciles de reconocer, porque se sentaban mirando para la escalera, disfrutando de sus esculturas sensuales. El Molino fue como muriendo de a poco, vaciándose de oficinas, viendo su espléndido salón del primer piso usado hasta para presentar libros fascistas y finalmente cerrando su bar. Luego vino la persiana, el deterioro y una envoltura para que su marquesina no se caiga, literalmente, a los pedazos.
Hace unos años hubo un proyecto a nivel nacional para recuperar el lugar. El Molino hace tiempo que es un Monumento Histórico Nacional y que está catalogado con grado estructural por la Ciudad, que además lo declaró parte de la APH de Avenida de Mayo. El primer proyecto murió sin pena ni gloria y fue reemplazado a mediados de 2006 por otro de la Cámara de Diputados que hasta ahora no llegó a nada. Este proyecto, como el anterior, busca expropiar el edificio y propone crear una comisión para su desarrollo cultural. En concreto, El Molino se transformaría en un centro cultural para exposiciones, eventos y conferencias.
El problema de esto es que no queda en absoluto en claro qué pasaría con la confitería. En el caso del Molino, la existencia de una confitería en esta esquina es tan patrimonial como la misma existencia del edificio. Es por eso que el proyecto de la diputada Anchorena explícitamente apunta a eso.
La ley expropiaría el 45 por ciento del edificio, exactamente la parte que hace materialmente a la confitería (los tres subsuelos, la planta baja y el salón que toma todo el primer piso). El segundo artículo declara de utilidad pública y expropia todo lo que contienen estos cinco niveles, desde los ornamentos a los muebles, y también la misma marca Del Molino, que pertenece legalmente a Nietos de Cayetano Brenna S.A. El tercer artículo encarga al gobierno porteño restaurar todo lo expropiado más la fachada y la cúpula. Y el quinto indica que todo esto se hace para que el gobierno concesione al lugar para que sea otra vez una confitería, con la marca de siempre y los muebles, decoración y estilo de siempre, que se prohíbe explícitamente cambiar.
El sentido de expropiar parcialmente el edificio es doble. Por un lado, se concentra en recuperar la obra de Gianotti y reabrir la confitería. Por el otro, impulsa a los dueños del edificio a reabrir los niveles restantes y volver a utilizarlos. “Nuestra idea no es necesariamente expropiar”, explica la diputada Anchorena, “y si hubiera un inversor privado que hiciera todo esto sería mejor. El objetivo es revitalizar esta pieza del patrimonio edificado que es también parte del patrimonio vivo de la ciudad”. La diputada cuenta que la iniciativa vino, literalmente, de los ciudadanos. La propuso una participante en el Facebook de Defendamos Buenos Aires, que pedía que de una vez se sacara al Molino del limbo. “Siempre digo que hay que escuchar a los ciudadanos, y aquí estamos,” dice simplemente Anchorena.
Por vía de expropiación parcial o por vía de azuzar a los privados para que tomen este tesoro, tal vez se resuelva el misterio de El Molino. La experiencia de la confitería Las Violetas demostró sin vueltas la increíble rentabilidad de un local patrimonial respetado y restaurado: un negoción. Que un edificio semejante, de fama incomparable y con la ubicación de éste siga cerrado es un caso hermético.
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