Sábado, 15 de mayo de 2010 | Hoy
Un matrimonio de ceramistas cumplió la hazaña de reproducir las piezas faltantes de los grandes pisos de mosaicos del Teatro. El trabajo fue medio detectivesco y medio científico, y el resultado, impecable.
Por Sergio Kiernan
Restaurar el Teatro Colón es una operación de muy alta complejidad. Como es público, los trabajos se les fueron de las manos a dos gobiernos porteños al hilo, y el tercero y actual directamente admitió que no se podía gerenciar el asunto y privatizó el manejo de las obras. Fue una buena idea, ya que se contrató una gerenciadora de obras que puso orden e hizo posible que se llegue al Bicentenario.
El secreto de sumario que mantiene el ministro Daniel Chaín sobre las obras hace que, paradójicamente, no se perciba la inmensa complejidad de lo hecho. Por ejemplo, en el reemplazo de partes perdidas, gastadas o rotas que hace mucho que se dejaron de fabricar en sus lugares de origen.
Si de muestra basta un botón, valga la historia del ceramista y diseñador gráfico Luis Goldfarb, asentado en Altagracia, Córdoba. Nuestra columnista Luján Cambariere escribió sobre los diseños de vajillas de Goldfarb y señora, y su notable conocimiento técnico de materiales y texturas. El año pasado, y en parte por esa nota, el estudio recibió una llamada de Buenos Aires para ver si podían hacer “unas barritas” de cerámica para los pisos de mosaico del gran foyer del Colón.
Resulta que el teatro tiene kilómetros cuadrados de pavimentos de pompeyanos, esas piezas rectangulares, cuadradas o hexagonales que siguen con precisión industrial las viejas técnicas romanas. Con el encargo arrancó una aventura detectivesca, ya que nadie sabía exactamente de qué tipo de cerámica se estaba hablando y no quedaban registros de su origen o marca. Lo primero que entendieron los Goldfarb fue que el material no era gres, como se pensaba, sino porcelana, o sea cerámica de alta temperatura. Lo segundo, que no eran industria nacional, por la simple razón de que en esta tierra ancha y larga no existe exactamente el tipo de “tierra” con que se podían hacer esas piezas de 9 por 75 milímetros. Es que la arcilla criolla, a esas temperaturas, se curva. Y no hay caso.
Si tiene tiempo y quien lo escuche, Goldfarb explicará esto en enorme detalle. El resumen es que en China existe el caolín, que permitió inventar la porcelana blanca y hasta transparente, y que los envidiosos europeos buscaron y buscaron un equivalente hasta encontrarlo en unos pocos lugares. De este lado del océano, ese tipo de arcillas es raro o rarísimo, con lo que hay que importarlo.
Que es lo que terminaron haciendo estos patrióticos ceramistas, luego de una larguísima investigación que incluyó hablar con el Museo de la Cerámica de Stoke on Trent, en el sur inglés, para determinar el origen de las piezas. Como por supuesto no había un análisis de materiales, tomó tiempo establecer que las piezas originales venían de ese pago británico y habían sido producidas en escala por una fábrica hace algo más de un siglo. Lo que terminaron haciendo los Goldfarb fue importar loza dura, de la que se usa para esculturas, y pigmentos. Cientos de experimentos después, lograron hacer las 7500 piecitas necesarias para el gran foyer, en 14 colores.
Curiosamente, eso fue apenas el comienzo. Faltaban muchas más piezas de halles laterales y pasillos ambulatorios, con lo que el matrimonio volvió a la carga, esta vez usando porcelana de Limoges y gres de Valencia para producir 90.000 teselas redondas, cuadradas y hexagonales. Los pedidos eran surrealistas, pero normales para una restauración: 45.000 piezas redondas amarillas y una hexagonal, por ejemplo. O dos teselas hexagonales color bordó. Este trabajo agregó una segunda complicación a las ya entendidas de material de base y de pigmentos: el de la forma. Simplemente, ya no se hacen más matrices así. Cómo solucionaron el problema es un secreto del matrimonio y una muestra de ingenio notable.
El lado más fascinante de este trabajo tal vez sea el del color. La cerámica tiene la endiablada costumbre de cambiar de tono una vez que pasa por el horno, lo que requiere un gran oficio del artesano, que los Goldfarb tienen porque fabrican piezas para bijouterie en infinitos tonos. Pero además en este caso había que copiar piezas que llevaban un siglo largo sometidas a presiones, lavados y suciedades, que cambian los tonos. Los Goldfarb hicieron centenares de pruebas hasta lograr los tonos exactos, con variaciones de miligramos de pigmento.
El trabajo de detectives y científicos tuvo resultados impresionantes. Los mosaicos del Colón lucen impecables y resulta imposible, al ojo del lego, distinguir qué es nuevo y qué original. Para más informes sobre estos ceramistas notables, vale la pena visitar la página www.studio-goldfarb.com.ar.
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