Sáb 23.10.2010
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La vuelta de un colegio

Viejo de un siglo, el Pellegrini fue un colegio rural en Pilar. Una difícil movida resultó en la restauración de uno de sus pabellones y la apertura de una sede de la UBA.

› Por Sergio Kiernan

Hubo un tiempo en que los argentinos soñaban en grande, con estilo, y de puro guapos se traían el mundo por acá. No era cuestión nada más de graneros del mundo o belle époque sino también de animarse: las cosas se hacían, se hacían bien, como un gesto. De tantos que hubo, en 1908 se empezó a trazar el cimiento de un gesto guapísimo en la muy lejana Pilar. En 1911 se inauguró un colegio a la inglesa, con campus y bosques, con torre de reloj y arquerías, dormitorios y seguramente houses para los alumnos, casas para los docentes y el director; y hasta un busto firmadito por Lola Mora, nada menos.

El busto es de Carlos Pellegrini, que se había muerto en 1906 y había soñado con un colegio así. Los que se juntaron en 1908 eran amigos que querían cumplirle las ganas, compraron tierra y mandaron a construir un edificio elegante y, como lo demostraría su dura historia, muy sólido. Parado ante sus ruinas, uno admira la mano segura del arquitecto William Harper, adivina sus rezongos ante los toques italianos que les contrabandearon sus albañiles del paese y agradece que la Municipalidad del Pilar ya haya recuperado uno de los edificios.

El colegio Pellegrini fue privado un año y luego pasó al Estado, que parecería que no supo muy bien qué hacer con él. Fue internado, colegio de oficios, industrial, lugar de contención de menores y finalmente, en 2003, víctima de un incendio que dejó sin techos y en estado medieval el pabellón principal, el que contenía las aulas. En el enorme campo quedaron los dos laterales, los dormitorios, la notable cancha de paleta, las casas de profesores y director, quioscos y casitas, y la linda entrada con torretines a la Tudor.

Era tanta la pena de ver el bosque con la ruina y sus acompañantes en tan mal estado, que finalmente pasó algo. El intendente de Pilar, Humberto Zúccaro, movió una idea ambiciosa que podía recuperar el lugar y también arreglar un feo déficit de su ciudad: la falta de una universidad pública. No fue fácil, pero la UBA acaba de inaugurar una sede de la Facultad de Ciencias Económicas en un pabellón del Pellegrini, y es un lugar que da ganas de abandonar todo y anotarse, para disfrutarlo.

El arquitecto Diego Rusticucci, subsecretario de Gestión Urbana, hizo el proyecto y llevó la obra con un minimalismo que hay que agradecerle. Joven como es, no sucumbió a la tentación tan común de enmendarle la plana al autor original y se paró en el respeto al edificio. Lo que hizo es un ejemplo elogiable de cómo intervenir en una pieza de buena arquitectura con un reciclado funcional.

El conjunto tiene una impronta muy fuerte por lo abierto de su estilo inmitigablemente inglés, y hay que andarse con cuidado para intervenirlo. Rusticucci restauró el edificio, dejando sus ladrillos sucios flamantes y lavando sus cementos, y agregó exactamente dos cosas: escaleras de incendio y toldos en las galerías. En ambos casos fue con toque liviano, con lo que sus escaleras se integran bien y sus toldos –un homenaje en tela y metal a Amancio Williams– resultan un toque con humor. Todo lo que estaba se mantuvo, lo que implicó un inmenso trabajo de lavado y pulido de mármoles, maderas, celosías, baldosas graníticas y broncerías en los que el carpintero de obra hizo magia.

El interior del edificio exhibe de nuevo su magnífica escalera, con una baranda que, junto a los pavimentos ornados, muestra la moda Art Nouveau que se metió hasta en los pavillions ingleses. Las ventanas a tijera tuvieron que ser restauradas a mano, con las partes faltantes especialmente hechas, y arreglar la techumbre implicó usar tejas de los edificios en ruinas: las originales son francesas y de una medida hoy insólita.

La obra nueva fue abundante. Por cuestiones estructurales, hubo que hacer viguerías a nuevo y varios sollados simplemente ya no daban más con sus pinoteas desgastadas. Las aulas, entonces, muestran altos ventanales con cielorrasos técnicos y pisos plásticos. Pero donde se habían perdido las puertas originales y se encontraron puertitas de enchapado de mala calaña, se hicieron puertas mayores con unos contramarcos escenográficos para darles una proporción más apta. Hasta en los baños, hechos a nuevísimo, se ven los mármoles originales, rescatados y repuestos.

En el exterior hubo que domesticar el campo, que se había comido todo. Hoy se ve de nuevo la amplia rotonda de entrada, con su mástil restaurado, y se sigue por asfalto a un estacionamiento bajo la plantación de plátanos. El parque está iluminado y hasta se puso la base, junto al patio principal, de un futuro café. Las vistas son increíbles, de casco viejo, con arboladas monumentales y un milagro de roble antiguo.

Esta inauguración feliz es apenas la primera etapa del proyecto, ya que quedan dos edificios pidiendo a los gritos ser reparados. Los otros dos pabellones ya no tienen techos, pero son ruinas solidísimas –¡qué bien construían hace un siglo!– que podrían darle a la universidad pública un logotipo ejemplar. El gobierno nacional fue esencial para que Pilar empezara a rescatar el Pellegrini, una obra que exige finanzas federales, y es de desear que la energía no se corte.

Porque, de paso, se recupera una pieza patrimonial de primera agua, un tipo de edificio muy poco común entre nosotros.

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